Ya hemos comentado en otras ocasiones que cuando leemos con ojos críticos los relatos evangélicos descubrimos significados ocultos que van más allá de lo que aparentemente nos cuentan los textos. También suele ocurrir que esa mirada crítica surge cuando caemos en la cuenta de lo extrañas, absurdas e imposibles que resultan algunas de las cosas que allí aparecen. Pero, con frecuencia, es precisamente en esos detalles donde se esconde el sentido del texto, como si se tratara de una nuez a la que hay que quitar la cáscara para poder tomar su fruto.
Este es el caso de uno de los relatos de milagros que más veces hemos escuchado o leído, e incluso visto recreado en el cine. Se trata de la multiplicación de los panes y los peces. En concreto, vamos a tomar el relato tal como lo narra el Evangelio de Juan.
Imaginemos la escena… una gran multitud sigue a Jesús hasta una montaña; nada más y nada menos que cinco mil personas trepando por la ladera hasta coronar la cima y rodearlo. Allí Jesús se da cuenta de que toda aquella gente debía estar hambrienta y decide hacer un milagro que sacie su hambre. Pero antes, pone a prueba a Felipe, uno de sus hombres: “¿Con qué podríamos comprar pan para que coman éstos?” Mientras Felipe suda sin saber como salir del atolladero, Jesús se sonríe por dentro recreándose en el impacto que va a causar el espectáculo que tiene preparado. Aquello era demasiado para el pobre Felipe: ni con el sueldo de un año alcanzaría para dar de comer a aquellos desgraciados.
Entonces aparecen otros dos personajes: Andrés trae a un muchacho que sí que ha sido previsor y lleva en su zurrón cinco panes y dos peces. Curiosamente se nos hace notar que los panes eran de cebada, mientras que los peces desconocemos si eran lucios, barbos o truchas… ¡qué más da! El caso es que el pobre chico se queda sin panes y sin peces y encima, de premio a su generosidad, se queda sin participar de la prodigiosa multiplicación de su merienda, ya que según se nos dice a continuación, los que comieron eran todos adultos: lo siento chico, la próxima vez no te fíes de esta cuadrilla de galileos… ¡Habrase visto tamaña ingratitud!
Entonces se organiza la merienda campestre. Todos sentados por el suelo, para estar más cómodos lo hacen en un sitio con hierba. La invitación era sólo para hombres, nada de paridad, las mujeres y los niños se quedaron en casita. Jesús mira al cielo (en vez de mirar al pobre muchacho al que no le han dado ni las gracias) y se pone a repartir de tal manera que alcanza para todos los comensales… Pensémoslo bien, cómo sería la cosa… un zurrón sin fondo del que por más panes que salían siempre había más o más bien, peces que surgían entre los dedos de las manos de Jesús como los hilos de araña de Spiderman… El caso es que no sólo se quedaron hartos, si no que sobró. Y al final, otro golpe de efecto: sacaron los doce cestos que siempre llevaban cuando acompañaban a Jesús, por si las moscas… y ¡venga! a recoger cachitos de pan y cabezas de pescado para dejar aquel prado como si nada.
Si uno lee esto después de ver el telediario, no puede por menos que pensar por qué hoy día ya no se hacen milagros como éste y lo bien que vendría una multiplicación de panes, bueno o de mijo, en el Congo… o siendo un poco más egoísta, una multiplicación modestita en la cuenta corriente para poder llegar con menos asfixia a fin de mes y alcanzar a pagar la hipoteca o el alquiler con el que nos asfixia el fondo buitre.
No quisiera parecer irreverente, pero es que la cosa tiene su “miga” y no sólo por los panes. Veamos. Cuando se lee este texto, mirando de reojo al Antiguo Testamento descubrimos una serie de claves que nos ayudan a ver la calidad del milagro narrado.
El evangelista sitúa la escena “al otro lado del mar”. La referencia al mar en el mundo judío entronca directamente con el Mar Rojo, es decir con la experiencia de la liberación de la opresión. Lo que ocurre es que la liberación ya no se halla a “este lado del mar” (en territorio judío), sino “al otro lado del mar” (en territorio pagano), anunciando ya lo que va a ser el futuro del movimiento de Jesús. Tras el paso del Mar Rojo, el pueblo sufrió el hambre y recibió el maná de parte de Dios. Pero el que comía el maná volvía a tener hambre; en cambio, en este relato, van a recibir un nuevo maná, el pan de Jesús, el pan de vida, y el que coma de ese pan nunca más volverá a pasar hambre… De manera que todo el relato es una catequesis sobre la eucaristía.
Cuando Jesús mira a la multitud, se da cuenta de su situación de necesidad. Jesús no espera a que la gente exprese su necesidad, como los hebreos en el desierto, sino que muestra el amor fiel y solícito de Dios adelantándose con su ternura. Mirar el mundo con los ojos de Jesús implica abrir los ojos y también el corazón al sufrimiento y la injusticia. Jesús pone a prueba a Felipe confrontándolo con la situación de miseria que sufre el pueblo e invita a los suyos a hacerse cargo de la situación. La respuesta, puesta en boca de Felipe, es una manera de reconocer nuestra impotencia: no podemos hacer nada, siempre habrá injusticia, siempre habrá hambre en el mundo. Pero es que Felipe, responde desde las categorías del mundo, para él la solución está en el dinero y el dinero no alcanza para tanta necesidad.
Entonces, surge una respuesta diferente. Es la respuesta que Jesús espera de los suyos y que el relato ejemplifica en una pareja de personajes que representan dos facetas de una misma realidad, un recurso literario muy propio de Juan. Andrés y el muchacho representan a la comunidad cristiana. Andrés en griego significa “el hombre”, es decir, la persona madura, plena. Mientras que el muchacho es un “pequeño”, un “sirviente”. La comunidad cristiana debe ser Andrés hacia dentro y el muchacho hacia fuera, es decir, Jesús quiere un grupo de personas maduras y libres que sean capaces de hacerse pequeños para servir a las necesidades del mundo.
El caso es que la comunidad ofrece a Jesús cinco panes y dos peces. El que sean panes de cebada pone el episodio en relación con la multiplicación que en el Antiguo Testamento realiza el profeta Eliseo. El que sen cinco y dos, es decir, siete, número bíblico que expresa la plenitud o la totalidad, quiere decir que la comunidad ofrece todo lo que tiene sin reservarse nada para sí.
La forma de organizar la comida es muy significativa. Jesús envía a los suyos a servir la mesa. Todos se recuestan, que era la manera de comer de las personas libres, pues lo primero es que salgan de la opresión del sistema injusto. Y lo hacen sobre la hierba, pues “había mucha hierba en el lugar”. Se trata de una referencia nada inocente al salmo 22: “en verdes praderas me hace recostar”. Es un anuncio profético: llegará un día en que conducidos por el buen pastor alcanzaremos un valle de abundancia y libertad. “El lugar” era la manera respetuosa con la que los judíos se referían al templo. Dicho de otra manera, el lugar de la verdadera presencia de Dios ya no es el templo de los sacrificios, sino cualquier lugar en el que las personas se pongan libremente a compartir y creen fraternidad.
Entonces, Jesús mira al cielo y da gracias. La oración de Jesús quebranta las leyes del sistema injusto. Los frutos de la tierra pertenecen a Dios y por tanto nadie se los puede apropiar, deben estar al servicio de todos. Se obra el milagro, la alternativa del compartir es la única agradable a Dios. Cuando la comunidad se pone a compartir, alcanza para todos y hasta sobra, pues este gesto genera una dinámica solidaria que no tiene fin y plantea la verdadera alternativa al hambre y el sufrimiento de todo el pueblo (los doce cestos hacen referencia a las doce tribus).
En este tiempo de permanente crisis, este milagro nos enseña que la solución no vendrá del Fondo Monetario Internacional ni del Banco Central Europeo, sino que la podemos encontrar en lo más pequeño, en lo más insignificante, en un muchacho dispuesto a compartir. Por eso, celebrar la eucaristía es una gran responsabilidad. Compartir el pan de Jesús nos exige estar dispuestos a compartir lo que somos y tenemos para que se obre el milagro de la abundancia.
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