AQUÍ SE HABLA EN AMOR (Hch 2, 1-25)
Hace poco, la escritora Irene Vallejo, en una de sus atinadas columnas, hablaba sobre el poder del lenguaje. Decía que “el imaginario del combate se ha incrustado en nuestro pensamiento hasta teñir las situaciones cotidianas de colores bélicos” de manera que todo obedece a una “lógica guerrera”. Así, el amor es conquista, en el deporte hay adversarios, vivimos una batalla cultural, nos batimos en lucha por la vida o por el éxito, en las discusiones se busca vencer… Por eso, no es de extrañar que “las personas, las generaciones, los países parecen aislarse, cada vez más solos y soliviantados. Las distancias se dilatan, y olvidamos cómo hablar el lenguaje de la cercanía”. Y es que el lenguaje modula nuestras emociones y percepciones y modela la realidad.
Esto lo sabían bien quienes escribieron el mito de la torre de Babel (Gen 11, 1-9). Lo conocemos perfectamente: los hombres inician la construcción de una torre con la intención de alcanzar el cielo. Dios castiga su arrogancia provocando la confusión de las lenguas, de manera que cada cual habla en una diferente, lo que crea el caos e impide finalmente la conclusión del proyecto. A partir de ahí los constructores se dispersarán por toda tierra dando origen a las diferentes razas y pueblos. Babel es el triunfo de la “lógica guerrera” que separa a los pueblos y les impide llevar a cabo un proyecto común.
Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés y tal vez no hayamos caído en la cuenta de que el relato de los Hechos es el anti-Babel. Lucas compone la escena de la llegada del Espíritu sobre la primitiva comunidad con el telón de fondo de la narración del Génesis, pero en el texto lucano ocurre al revés, ya que ahora le presencia del Espíritu de Dios produce el efecto contrario, generando encuentro y unidad donde existía distancia y dispersión.
El relato se desarrolla en dos escenas diferenciadas, como si de una película se tratara. La primera transcurre en el interior de la casa en la que se encontraba reunida la comunidad de Jerusalén. La experiencia de la venida del Espíritu viene precedida por “un estruendo como de un fuerte viento que llenó el edificio en el que estaban instalados”. Igual que en el relato de la tempestad calmada, el viento no es un fenómeno externo, sino que viene de dentro de la propia comunidad y refleja el mal espíritu que se ha adueñado de la ellos; un espíritu que genera miedo y dudas, y sobre todo, la resistencia del grupo a asumir la misión universal que Jesús les ha encomendado antes de su ascensión.
Es importante fijarse en que se dice que los reunidos son 120, es decir, un múltiplo de 12 que es el número del pueblo de Israel. Esto viene a señalar la intención de la comunidad primitiva de no salirse de los estrechos márgenes del judaísmo. En el final de la primera parte de su libro, Lucas pone en boca de Jesús el envío a sus discípulos a proclamar la conversión “a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”. Jesús les envía a una misión universal y, sin embargo, el texto termina diciendo que “estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”; es decir, la comunidad se cierra sobre sí misma y aún no se despega de las tradiciones, los ritos y la ley del judaísmo.
A continuación, Lucas utiliza el símbolo del fuego para expresar la efusión del Espíritu sobre la primera comunidad: “Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu Santo”. El fuego tiene un valor simbólico en muchas culturas y religiones; en el mundo bíblico, el fuego es purificación, violencia y destrucción, pero también expresa la gloria, la fuerza y el poder sanador y santificador de Dios.
En el relato, el efecto de la acción del Espíritu es inmediato; automáticamente se empiezan a expresar en diversas lenguas, de manera que todos les entienden. Como hemos dicho, en la mente del evangelista está la historia de Babel, pero vuelta del revés.
Lucas sitúa en la escena a representantes de todas las razas y pueblos de la tierra ("hombres piadosos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo"). Esto es evidentemente una ficción literaria ya que por muchos extranjeros que hubieran acudido a la fiesta, no lo harían organizados como si fuera un desfile o un festival folclórico. Según explica el estudioso de los Hechos Josep Ríus-Camps, Lucas menciona quince naciones y las estructura valiéndose de tres criterios: pueblos del pasado remoto (partos, medos y elamitas), pueblos actuales (Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia Menor, Frigia, Panfilia, Egipto y Libia); y pueblos recientes (romanos, cretenses y árabes). Además, están ordenados siguiendo una línea imaginaria que enlaza los cuatro puntos cardinales y pasando por Jerusalén como centro.
Dicho de otra manera, en la mañana de Pentecostés la acción del Espíritu es capaz de volver a reunir a aquellos que se habían dispersado como consecuencia de la soberbia, la violencia y el deseo de poder. El Espíritu de Dios corrige el mito de Babel y propone el nuevo paradigma de una humanidad en el que la unidad de la creación se pueda restablecer.
Es interesante notar que esta unidad no se hace creando uniformidad, pues cada pueblo o raza mantiene sus peculiaridades y su propia lengua. Lo nuevo es la capacidad de la comunidad de acercarse y hablar a cada cultura con palabras que pueda entender. Porque, independientemente de las palabras que se usen, hay un idioma que todos entienden, que es el del Espíritu.
Aunque en el relato de Lucas el efecto es inmediato, en la realidad, el camino que recorrió la incipiente Iglesia para comprenderse a sí misma y abrirse a la universalidad del mensaje de Jesús fue un largo y progresivo aprendizaje. Este difícil tránsito de renuncia a la seguridad, de conversión y de apertura hacia los gentiles está ejemplificado en el libro de los Hechos por el itinerario que conduce a los protagonistas desde Jerusalén hasta Roma, pasando por Antioquía, donde se asienta la primera comunidad mixta, formada por judeo-cristianos y cristianos que provienen del paganismo.
Esta progresiva apertura hacia los gentiles y la conciencia de que su adhesión a Jesús les exigía elegir entre él y la ley judía, aunque con tensiones, supondrá el triunfo de la versión más universalista del evangelio y conducirá finalmente a la ruptura de la primitiva Iglesia, que hasta entonces había sido una suerte de “hermandad de judíos”, con la sinagoga de Jerusalén controlada por los fariseos.
A partir de ahí el ímpetu misionero llevará a la Iglesia a extenderse por la cuenca del Mediterráneo, adaptándose rápidamente a la, lengua, las costumbres y la mentalidad de la cultura greco-latina.
Por desgracia, con el tiempo se producirá una casi absoluta identificación de la Iglesia con el nuevo molde cultural del Imperio Romano. La catolicidad, que debería ser la capacidad del evangelio para revestirse de todas las culturas y de hacerse entender por ellas, adquirió un sentido homogeneizador e incluso colonial, de manera que con la predicación del evangelio se imponía la cultura occidental. La Iglesia se cerró sobre sí misma, cayendo en la tentación de la autosuficiencia y la autorreferencialidad, con una actitud defensiva e incluso hostil hacia lo de fuera. La Iglesia dejó de hablar una lengua que fuera comprensible no solo para otros pueblos y culturas alejadas de Europa, sino también para los obreros, los intelectuales, los jóvenes o las mujeres.
Por eso, el Concilio Vaticano II fue una suerte de nuevo Pentecostés en el que resonó con fuerza la llamada a ser “una Iglesia de la nueva alianza, que habla en todas las lenguas y abraza todas las lenguas en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel” (Decreto Ad Gentes, 4). De esta manera la Iglesia se abría a la posibilidad de diálogo con otras culturas y tradiciones religiosas y también con el mundo moderno.
Recientemente, el Papa Francisco nos invitó otra vez a renovar Pentecostés, profundizando en esta forma de entender la misión evangelizadora y trazando un proyecto eclesiológico en torno a su conocida propuesta de una “Iglesia en salida”. Este programa de reforma podría resumir con sus propias palabras: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda la estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización” (Evangeli Gaudium, 27).
Una Iglesia en salida es la que se mueve hacia las periferias, sean éstas sociales, culturales, geográficas o existenciales. Y lo hace para cumplir con la misión evangelizadora que el propio Jesús le encomendó. Pero, ojo, evangelizar no consiste en predicar el Evangelio para aumentar el número de miembros de la Iglesia. Evangelizar no es otra cosa que dar buenas noticias, mejor aún, ser una buena noticia para los demás.
En su libro “El loco de Dios en el fin del mundo”, Javier Cercas narra su experiencia acompañando a Francisco en el que fue su último viaje… nada menos que a Mongolia, un país remoto, con una cultura antiquísima y refractaria al cristianismo, en el que hay menos de 1500 católicos.
Cuando Cercas reflexiona sobre qué puede significar evangelizar en ese contexto tan difícil, cita el caso de los primeros misioneros de la Consolata que llegaron a Mongolia hace 30 años. Pasaron años conociendo y estudiando la lengua y la cultura local, se pusieron al servicio de los más pobres y vulnerables y establecieron diálogo y colaboración con las demás confesiones religiosas, incluido el budismo, para promover el entendimiento mutuo. Fue eso lo que los convirtió en buena noticia y lo que empezó a atraer a algunos. Sus pequeñas comunidades siguen centradas en las necesidades de la población local, escuchando, acogiendo y sanando a quienes se acercan a ellos sin distinción de credos; y siempre con un profundo respeto a la cultura mongola que han cuidado e integrado en la vida de la Iglesia local.
Cercas concluye con una frase con la que resume lo que para él es el significado que Francisco da a la evangelización: “vivir y dar ejemplo de aquello que se predicaría si se predicase”. Y es que hay una lengua que todo el mundo entiende. Como dice la canción de entrada de la Misa de la Alegría: “
Bienvenido a tu casa.
Aquí se habla en amor,
el idioma del alma,
el que mueve montañas,
el idioma… el idioma de Dios”.
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