ESTOY AHÍ FUERA (Mc 12, 28-34)
El jesuita indio Anthony de Mello fue famoso por su acercamiento a la religión no desde la reflexión teórica, sino a través de los relatos que reflejan la espiritualidad de diferentes tradiciones religiosas. En uno de estos relatos, recogido en su libro “La oración de la rana”, cuenta que una mujer muy piadosa que nunca faltaba al culto, iba siempre tan absorta en sus devociones de camino al templo que era incapaz de ver a los mendigos que se encontraba por el camino; en una ocasión, cuando llegó a la puerta de la iglesia la encontró cerrada y con un cartel clavado que ponía: “estoy ahí fuera”.
Por lo que sabemos de Jesús a través de los evangelios, probablemente estaría de acuerdo con esa afirmación: Dios está fuera del templo, o lo que es lo mismo, Dios está fuera de la religión… o al menos de la religión tal como la entendían la mayor parte de sus contemporáneos y tal como la hemos entendido los mismos cristianos a lo largo de la historia.
Juan Luis Herrero del Pozo, en su artículo de 2006 “Desacralizar es humanizar, humanizar es divinizar”, lo explica de esta manera: “Jesús aparece en los evangelios como un laico muy laicista; tan laico que rayaba no sólo el ‘anticlericalismo’ sino la herejía. Para el clero local fue un escándalo provocado (…). Transgredía con descaro ritos de purificación, tenía duras palabras sobre el templo y anunciaba su destrucción, ‘ninguneaba’ en buena medida, incluso transgredía ante el pueblo el sacrosanto descanso sabático” (1).
Efectivamente, en los últimos capítulos del Evangelio de Marcos que hemos ido leyendo en la liturgia de las últimas semanas, hemos visto como Jesús, al llegar a Jerusalén tras el camino en el que ha ido confrontando y enseñando a sus discípulos el sentido verdadero de su mesianismo, se enfrenta a las autoridades del sistema político-religioso de Israel. Primero serán los sumos sacerdotes que le cuestionan sobre su autoridad; después los fariseos y los herodianos que tratan de cazarlo con la pregunta trampa sobre el impuesto al César; a continuación, los saduceos a vueltas con el tema de la resurrección.
Finalmente, en el fragmento que leemos hoy, es un escriba (probablemente también fariseo) quién se dirige a Jesús. Es el primero de todos los representantes del sanedrín que parece acercarse a Jesús, no para desacreditarlo, sino con un deseo sincero de buscar la verdad. El caso es que le pregunta: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”.
La pregunta tiene todo el sentido en el contexto religioso en el que sucede la escena. La tradición judía hablaba nada menos que de 613 mandamientos, unos fáciles y otros difíciles, unos propositivos y otros de prohibición. Ante lo inmanejable de tal cantidad de prescripciones, era común entre los letrados y los maestros de la Ley debatir acerca de cuál de ellas era la mayor, con la intención de hacer más sencillo su cumplimiento. En la época de Jesús, una respuesta bastante corriente era que el cumplimiento del sábado era el compendio de toda la Ley.
En la sociedad teocrática del judaísmo de la época de Jesús, Dios era el centro de todo; así que la pregunta es una manera de decir: ¿qué es lo más importante para Dios?, ¿cuál debe ser la conducta del hombre para cumplir con la voluntad de Dios?
Al comenzar su respuesta con el “Shemá Israel” (Escucha, Israel) de Dt 6, 4, Jesús proclama con solemnidad el mandamiento (“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…”) y deja claro que Dios es el único señor y que no hay otro fuera de él: ni los dirigentes, ni el César, ni la riqueza, ni el templo, ni tan siquiera el sábado y la misma Ley.
Hasta ahí Jesús no ha sido original. Sin embargo, a continuación rectifica al letrado, pues para Jesús no hay un único mandamiento principal, sino dos unidos y con la misma importancia: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Aunque en este enunciado tampoco Jesús es original ya que está tomado del Levítico 19, 18 y roda una corriente farisea, como la escuela del maestro Hillel (20 aC) hablaba del amor al prójimo como el resumen de toda la ley.
Lo verdaderamente novedoso de Jesús, lo que pone patas arriba las creencias del judaísmo y, de paso, también las que aún profesan muchos cristianos, es el concepto mismo de religión. Del amor a Dios no se derivan prácticas “religiosas”, actos de piedad o un determinado culto; el amor a Dios se demuestra con el amor a sus criaturas, creadas a su imagen. No se puede pretender honrar a Dios sin buscar el bien de los demás. Jesús une ambos mandamientos en uno solo, Dios y la persona humana no son realidades que se puedan separar.
La afirmación con la que Jesús concluye su respuesta (“no hay ningún mandamiento mayor que éstos”) relativiza todos los demás, hasta lo aparentemente más sagrado como el sábado. Solo el amor es necesario, ninguna otra práctica es esencial. El verdadero culto de la comunidad cristiana, lo que agrada a Dios, no es la repetición de ritos, sino la vida misma de los creyentes cuando se entregan al bien de la humanidad.
Esto no invalida en modo alguno la liturgia, la celebración o los sacramentos. Simplemente los pone en el lugar adecuado. Como dice el letrado tras escuchar a Jesús “amar al prójimo como a uno mismo supera todos los holocaustos”. Por eso, los seguidores de Jesús no participamos en estos actos religiosos porque le agraden a Dios, al modo de los antiguos sacrificios, sino porque a través de ellos Dios nos comunica su amor, al tiempo que expresan nuestro agradecimiento, fortalecen la fraternidad y, sobre todo, inspiran el amor y entrega de la comunidad al servicio de los demás.
Con sus reflexiones tan provocativas, pero también tan fáciles de comprender, José María Castillo decía que hay quien cumpliendo minuciosamente con la observancia de los preceptos religiosos es sin embargo un ateo; de la misma manera que quien lucha por remediar el sufrimiento en este mundo verdaderamente conoce a Dios, aunque no vaya nunca a la iglesia.
Y no lo dice solo él. Esto mismo podemos encontrarlo en el Nuevo Testamento, en concreto en la carta de Santiago 1, 26-28: “Quien se tenga por religioso porque no escatima palabras, pero engañándose él mismo, la religión de ése está vacía. Religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre, es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo”.
Dios está ahí fuera.
(1) https://eclesalia.net/2006/12/05/desacralizar-es-humanizar-humanizar-es-divinizar/
Ojalá con paciencia con nosotros mismos y con los demás, podamos ir haciendo todo esto una VERDAD VIVA. Hoy agradezco a tantas personas que se han volcado echando una mano y algo más en el desastre de la DANA en Valencia .Han vivido la propuesta de amor a Dios=amor al próximo
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