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EL VERDADERO PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO (Mc 3, 20-35)

 

En los últimos tiempos, con la mediación de ese patio de vecinos con altavoz que son las redes sociales, se han producido frecuentes polémicas relacionadas con la libertad de expresión y los límites del humor y de la creación artística que muchas veces han derivado en situaciones realmente grotescas. 

 

Sin entrar en cuestiones legales, salta a la vista que en este tema funciona mucho a ley del embudo: me ofendo por las opiniones y expresiones que no me gustan, pero reclamo libertad para las mías aunque puedan herir a otros. Sin embargo, el pluralismo y la tolerancia estriba precisamente en convivir con las opiniones que pueden resultarme molestas. De hecho, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo ampara no sólo las ideas u opiniones favorablemente recibidas o indiferentes, sino aquellas que chocan o que pueden ofender al estado o a una parte de la población.

 

Y ocurre que, a veces, esa parte de la población ofendida se dice cristiana. En el caso de un conocido actor que vierte sus irreverencias en las redes sociales, los demandantes (una asociación de abogados cristianos) adujeron en su momento que lo que está en juego es la protección de las creencias religiosas… yo más bien me quedo con lo que escribió entonces en su blog el salesiano Josan Montull en una carta dirigida al artista: “los cristianos pensamos que a Dios no se le ofende insultándole, la gran ofensa a Dios es el maltrato de los seres humanos, que en la cultura judeocristiana creemos que somos su imagen. Es cierto, el maltrato a los hombres y mujeres, la explotación, la guerra, el hambre, la injusticia, la pobreza… son la gran ofensa a Dios”.

 

Y si rastreamos el Evangelio… ¿qué dice sobre todo esto? En el judaísmo antiguo, aún en el tiempo de Jesús, la blasfemia era un delito penado con la muerte: “Y Yahvé habló así a Moisés: saca al blasfemo fuera del campamento y todos los que lo oyeron pongan sus manos sobre su cabeza y apedréelo toda la congregación” (Lev 24, 14).

 

Ya sabemos que Jesús no era muy partidario de las lapidaciones, como queda reflejado en el relato de la adúltera (Jn 7); pero, con frecuencia se cita un fragmento del evangelio de Marcos para justificar lo terrible e imperdonable de las blasfemias. Pongámonos en situación. Jesús lleva un tiempo recorriendo las aldeas de Galilea anunciando el Reino de Dios con palabras, pero sobre todo con su actuación a favor de la gente; alivia el sufrimiento de enfermos y excluidos, libera al pueblo del sometimiento a la ley y sus rigurosos defensores, saca a los judíos piadosos del fanatismo ideológico propiciado por las autoridades religiosas… 

 

La cosa llega a oídos de dichas autoridades que empiezan a sospechar que ese predicador itinerante y defensor de los desarrapados puede poner en peligro su poder. Se trata de una reacción oficial: desde la capital se envía una comisión de investigadores que muy pronto emiten su veredicto: “unos letrados que habían bajado de Jerusalén iban diciendo: Tiene dentro a Belzebú. Y también: Expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios” (Mc 3, 22). O sea, una campaña de “fake news” en toda regla.

 

Jesús se enfrenta a los letrados, se da cuenta de que intentan desacreditarlo ante el pueblo con sus difamaciones, y los ataja con una analogía: Satanás es el poder que somete a la gente, lo que produce la actividad de Jesús es la liberación, por tanto él no puede ser partidario de Satanás. Jesús termina su argumentación con una declaración solemne: “Os aseguro que todo se perdonará a los hombres, las ofensas y en particular los insultos por muchos que sean, pero quien insulte al Espíritu Santo no tiene perdón jamás”. 

 

Parece a simple vista que Jesús considera más grave la ofensa a Dios que el perjuicio a los hombres, lo cual no parece muy coherente con su actuación. Jesús ha puesto de manifiesto con sus palabras y sus hechos que el perdón de Dios es completo y universal, que borra el pasado pecador sea cual sea. ¿Cómo es posible entonces que la blasfemia sea tan grave que sea la única ofensa que no tenga posibilidad de perdón? ¿Es Dios tan celoso de su honor como para ser incapaz de perdonarla?

 

No es eso, en absoluto. La blasfemia en este caso se identifica con la afirmación que han hecho los letrados: acusan a Jesús, que actúa movido por el Espíritu Santo, un espíritu de amor y  libertad, de actuar movido por un espíritu inmundo que impulsa al odio, a la violencia y al sometimiento. O lo que es lo mismo, afirman que liberar a la gente del fanatismo, denunciar la marginación, dar libertad a los que viven oprimidos y acoger a los pecadores son actuaciones contrarias a lo que Dios quiere. Esa mala fe nace de la necesidad de justificarse a sí mismos: los que oprimen, se aprovechan y hacen daño utilizando el nombre de Dios no tienen más remedio que negar el origen divino de la liberación de Jesús. 

 

Esa es la blasfemia, ese es el insulto al Espíritu Santo: proclamar que lo que Dios desea es ver sufrir a la gente, afirmar que a Dios le gusta que los humildes se arrastren suplicando a los poderosos, dictaminar la exclusión de pobres y enfermos… Y no tiene perdón porque es una opción consciente de quienes no están dispuestos a rectificar y por tanto, hacen ineficaz la misericordia divina.


Hoy somos testigos del gran pecado contra el Espíritu Santo que supone justificar con palabras de la Biblia un nuevo genocidio.

 

Haríamos bien los cristianos en sentirnos ofendidos por este pecado. Como dice Josan en su carta:  “Se ha tomado muchas veces el nombre de Dios en vano, para matar en su nombre y para matar en contra de su nombre. Por eso creo que los muros, la existencia de la pobreza, el hambre, la opresión de los países pobres son una auténtica blasfemia, mucho más que tus palabras”.

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