A NADIE LLAMÉIS “PADRE”. SI ACASO, “EMINENCIA REVERENDÍSIMA” (Mt 23, 1-12)
Me llama poderosamente la atención el que personas que no han superado el literalismo en su lectura de la Biblia utilicen ciertos pasajes fuera de contexto como argumento de autoridad para justificar normas, costumbres o doctrinas y, sin embargo, busquen todo tipo de interpretaciones cuando la lectura más evidente contradice esas u otras normas o costumbres, o sencillamente, su visión de las cosas.
El texto de Mateo que leemos en la liturgia de hoy es un buen ejemplo de esto.
Debemos recordar que Mateo escribe su evangelio para una comunidad judeo- cristiana que se encuentra en pleno enfrentamiento con el fariseísmo y, por tanto, está en riesgo de dar marcha atrás en su independencia de la sinagoga y su proceso de apertura hacia los gentiles para evitar la ruptura. Es ahí donde hay que enmarcar las controversias de Jesús con los letrados y fariseos y sus diatribas contra ellos, tan propias de este evangelista.
Hay que notar que, en este episodio, Jesús no se dirige directamente a los letrados, sino a la gente y a sus discípulos. Por un lado, pretende abrirles los ojos y hacerles conscientes de la necesidad de liberarse del dominio y el control que estos supuestos maestros ejercen sobre ellos y, por otro, quiere dejar muy clara qué tipo de relación debe existir entre los miembros de la comunidad cristiana.
El punto central del pasaje es esta advertencia: “Vosotros en cambio no os dejéis llamar ‘rabbí’ porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo”. Ciertamente parece mentira que cuando se acostumbra a leer tantos otros textos sin tener en cuenta el contexto y el sentido teológico, todavía sigamos haciendo caso omiso a una petición de Jesús con un significado tan particularmente claro y tan fácil de cumplir… Y como llamar a los clérigos padre nos parece poco, pues también reverendo, eminencia o santidad…
Tal vez pensemos que se trata de un detalle sin importancia, una formalidad sin importancia. Pero, resulta que los especialistas en neurociencia cada vez están más convencidos de que el lenguaje crea la realidad. Luis Castellanos afirma que las palabras que usamos determinan nuestra forma de pensar, nuestras actitudes ante la vida, incluso, nuestra salud. Podríamos decir, pues, que las palabras no son inocentes ya que las que escogemos y cómo las usamos tienen consecuencias.
Dicho de otra manera, por mucho que digamos que la Iglesia es una comunidad de iguales en la que cada uno (clérigos y laicos, hombres y mujeres) aporta su identidad y su vocación, la realidad es que nuestras palabras reflejan y construyen estructuras de dependencia, dominio y desigualdad.
Hace unos años, el arzobispo de la ciudad neozelandesa de Wellington, John Dew, escribió una carta a los fieles de su diócesis en respuesta a un artículo que el sacerdote francés Jean Pierre Roche había publicado en la web de “La Croix” con el título “Deja de llamarme padre”. Ambos consideran que no es posible mantener relaciones de igualdad entre adultos que son hermanos y hermanas si a uno de ellos se le llama padre y que, con frecuencia, la fórmula se convierte en una expresión de dependencia, cuando no de dominio.
Roche expresa en su artículo tres razones por las que pide a los cristianos con los que trabaja que “dejen de llamarle padre”: La primera, que debería ser suficiente en sí misma, la halla en la contundente petición de Jesús en el texto de hoy, “a nadie llaméis padre”. En segundo lugar, considera que el título padre contribuye a infantilizar al pueblo cristiano en vez de promover su crecimiento. De un niño se espera docilidad y obediencia, no pensamiento crítico y autonomía. Finalmente, Roche afirma que esta costumbre puede ser poco saludable al generar dependencia emocional hacia los sacerdotes.
Así pues, si las palabras crean realidad, la palabra “padre” aplicada a los varones ordenados genera uno de los males que más ha pervertido a la Iglesia a lo largo de su historia: el clericalismo.
Esta consideración sobre el efecto nocivo del clericalismo en la Iglesia aparece repetidamente en las intervenciones de Francisco como una de las piedras angulares de su proyecto reformador de la Iglesia (hasta 55 menciones de este término en sus textos y discursos). Solo una pequeña muestra:
“La tentación del clericalismo, que tanto daño hace a la Iglesia, es un obstáculo para que se desarrolle la madurez y la responsabilidad cristiana de buena parte del laicado. El clericalismo entraña una postura autorreferencial, una postura de grupo, que empobrece la proyección hacia el encuentro del Señor”.
Esta preocupación por el daño que el clericalismo genera en la Iglesia aparece también con fuerza en las aportaciones que se han hecho desde diferentes partes del mundo en el proceso sinodal. En la síntesis de la fase diocesana de la Iglesia española se dice:
“El autoritarismo en la Iglesia (autoridad entendida como poder y no como servicio), con sus correspondientes consecuencias –clericalismo, poca participación en la toma de decisiones, desapego de los fieles laicos– es una de las principales críticas que aparece en las aportaciones de los grupos sinodales”.
Y en el documento de la fase continental aparece que muchas diócesis
“señalan la importancia de librar a la Iglesia del clericalismo, para que todos sus miembros, tanto sacerdotes como laicos, puedan cumplir con la misión común. El clericalismo se considera una forma de empobrecimiento espiritual, una privación de los verdaderos bienes del ministerio ordenado y una cultura que aísla al clero y perjudica al laicado. Esta cultura separa de la experiencia viva de Dios y daña las relaciones fraternas, produciendo rigidez, apego al poder en sentido legalista y un ejercicio de la autoridad que es poder y no servicio”.
Es un clamor el que la Iglesia no puede seguir un camino que le lleva a alejarse cada vez más de la sensibilidad de una sociedad con una realidad cada vez más plural y con mayores anhelos de igualdad.
Volviendo a evangelio de hoy, no es baladí el hecho de que Jesús se dirija a sus discípulos para advertirles sobre esta cuestión, pues como se afirma en la síntesis de la fase continental del Sínodo, “el clericalismo puede ser una tentación tanto para los clérigos como para los laicos”. Dejarse guiar, obedecer y no sentirse responsable puede resultar muy cómodo. Pero, no es así como Jesús quiere a su comunidad.
Para terminar, fijémonos en el argumento más contundente que utiliza Mateo: “porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo”. Hay que recordar que en el imaginario bíblico “padre” es el modelo del hijo. Los cristianos no podemos tener otro modelo que Dios, nuestro Padre del cielo. Nadie puede apropiarse del derecho de imponer pesadas normas y doctrinas como hacían los antiguos letrados. La experiencia de vida que Dios comunica como Padre es el fundamento de la comunidad. Y en esto, todos somos iguales.
Dejar de decir “padre”, “monseñor” o “eminencia” y aceptar dejar de ser llamados de esa manera, tal vez parezcan pasos pequeños, pero mientras esperamos y luchamos para que las cosas cambien, cada pequeño gesto suma.
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