LAS LLAVES DEL REINO (Mt 16, 19)
En la última década, desde que Francisco fue elegido papa, estamos asistiendo a un verdadero cambio en cuanto al estilo de pontificado, un desplazamiento de prioridades tanto en el fondo como en la forma. Como consecuencia se respira un clima de ilusión y esperanza entre los cristianos de a pie por lo que esto está suponiendo para el futuro de la Iglesia. No cabe duda de que esta percepción se ha consolidado y acrecentado en este tiempo sinodal. Al mismo tiempo, no son pocas las críticas que está recibiendo desde los sectores más intransigentes de la propia Iglesia.
Tal vez con él, la Iglesia con la que soñamos, la comunidad con la que soñó Jesús, esté más cerca. Desde el principio, sus gestos dejaron claro que su primado iba a ser el de la misericordia y no el de las normas y los dogmas; en sus primeras entrevistas con los medios ha expresado su intención de diálogo con la sociedad, con los no creyentes, con los otros creyentes. Muy pronto comenzó a dar pasos para una renovación de las estructuras eclesiales, y aunque todavía haya mucho camino por andar, los frutos de esta apuesta ya son visibles.
Sus encíclicas, cartas pastorales y pronunciamientos conectan con las preocupaciones y necesidades del mundo de hoy, desde la ecología integral a la paz mundial, los derechos de los más vulnerables o la movilidad de las personas. Poco a poco ha ido calando su proyecto evangelizador, expresado con imágenes de gran impacto comunicativo como “Iglesia en salida” o “Iglesia como hospital de campaña”, Como decía Dolores Aleixandre en la carta que le dirigió al poco de su elección, “estás consiguiendo comunicarnos la convicción de que ese camino que comienzas lo vas a hacer acompañado de todos nosotros”. Y en esas estamos.
Pero, por desgracia, Francisco sigue siendo papa en el seno de una estructura medieval jerárquica en la que las decisiones de una sola persona pueden resultar determinantes para toda la institución. De manera que podría darse el caso que todo el camino que la Iglesia recorra por la inspiración de Francisco pudiera verse truncado por las decisiones del siguiente pontífice dentro de un tiempo. Por tanto, la reforma del propio papado es una tarea urgente ya que en el imaginario cristiano sigue pesando demasiado una visión del papado propia del Vaticano I.
También en este tema, con frecuencia se echa mano del evangelio para justificar prácticas, tradiciones, normas y costumbres que la Iglesia se ha dado a lo largo de la historia para responder al contexto donde le ha tocado vivir y anunciar el mensaje de Jesús. Este es el caso del texto evangélico de la liturgia de hoy. Claro, en Mateo 16, 18 ya lo dice Jesús: “Tú eres piedra, y sobre esta roca voy a edificar mi Iglesia, y el poder de la muerte no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de Dios (...)”. Este texto se utiliza para fundamentar en Jesús la institución del papado a través de la elección de Pedro como cabeza de la Iglesia y su sucesión en la persona de cada uno de los papas que la Iglesia ha tenido a lo largo de la historia.
En principio, resulta chocante adjudicar a Jesús la intención de diseñar para la Iglesia una estructura jerárquica determinada para los próximos 21 siglos. Incluso, a decir de muchos de los especialistas, resulta poco fundada la idea, valga la redundancia, de que Jesús tuviera la intención de “fundar”, una Iglesia. Como decía la famosa frase de Alfred Loisy, “Jesús anunció el Reino y lo que vino fue la Iglesia”.
Jesús no se proclamó a sí mismo ni a la Iglesia, sino que proclamó la cercanía del Reino de Dios. En palabras del teólogo Juan José Tamayo: “Lo que pone en marcha Jesús no es una organización cultual al servicio de la religión oficial y del sistema político, sino un movimiento igualitario de hombres y mujeres bajo el signo del acompañamiento, el seguimiento y el anuncio de la utopía del reino de Dios”.
¿Quiere decir esto que no existe continuidad entre Jesús y la Iglesia? En modo alguno. Que Jesús no funde la Iglesia no quiere decir que ésta no se funde en Jesús. Aunque Jesús no creó una comunidad separada del judaísmo, sus seguidores sí crearon una iglesia, en el sentido de una nueva comunidad religiosa distinta de Israel poco tiempo después de su muerte. Y esa comunidad se fundamenta en Jesús, apela a él desde sus orígenes.
Por todo ello, está claro que este dicho de Jesús hay que entenderlo en su contexto. Jesús lleva un tiempo conviviendo con sus discípulos, los cuales han sido testigos de su actuación liberadora entre los pobres, enfermos y excluidos de Israel y que han escuchado también sus enseñanzas. Una actuación y unas enseñanzas que no eran las que el judaísmo oficial esperaba del Mesías nacionalista y guerrero. Mateo sitúa simbólicamente la escena en Cesarea de Filipo, en territorio pagano, donde no reina la concepción dominante de Mesías davídico; allí Jesús hace a los discípulos la pregunta sobre su identidad.
Las primeras respuestas reflejan la opinión generalizada sobre lo que debería ser el Mesías: una continuidad del pasado, un enviado de Dios como los del Antiguo Testamento. La gente no es capaz de descubrir la originalidad, la novedad que supone la figura de Jesús. Ante la pregunta directa sobre su propia opinión, Pedro en nombre de todos, hace una perfecta profesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. En el evangelio de Marcos, la respuesta es “Mesías, hijo de David”, lo que desata la airada respuesta de Jesús (“¡apártate de mí, Satanás!”). En Mateo, Pedro reconoce a Jesús como la presencia de Dios, el que actúa como Dios, el Dios vivo sobre la tierra... no el que actúa como David, el rey guerrero.
Jesús responde a la profesión de fe de Pedro con una bienaventuranza, “¡dichoso tú, Simón!” Luego, en una afirmación que recuerda a la parábola del hombre sensato que construyó su casa sobre roca, Jesús afirma que aquel que profesa la fe en Jesús (la roca), todo aquel que le presta adhesión, es “piedra” que puede ser utilizada para la construcción del Reino, de la nueva sociedad humana. Y esto no es un privilegio de Pedro, como si él fuera la roca (la roca es la adhesión a Jesús), sino una prerrogativa de todos los cristianos que son piedras, todas iguales, que contribuyen a la construcción del Reino.
Por otro lado, las llaves hacen referencia a la misión de los cristianos de abrir el Reino a todos los hombres, por contraposición a los fariseos que lo cierran (Mt 23, 13).
No cabe duda que el papa Francisco nos está acompañando en la tarea de abrir las puertas de la Iglesia para que entre aire nuevo, para que se acerquen los alejados, para que encuentren sitio los excluidos y una cura los heridos de cualquier herida, que para eso debe ser, como dice el propio Francisco, “un hospital de campaña”.
Ojalá este proyecto se consolide y el camino sinodal emprendido nos conduzca a una verdadera renovación en la que el futuro de la Iglesia no dependa del talante o el estilo pastoral de un papa, sino que todos los cristianos seamos piedras, cada una con su tamaño, su peso y su forma, que edifiquen una comunidad universal sobre la piedra angular de Jesús y su Evangelio.
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