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EL CAMINO DE EMAÚS, TODA UNA EXPERIENCIA (Lc 24, 13-33)

Los cristianos, tal vez embotados por la costumbre, leemos o escuchamos sin pestañear los relatos evangélicos de la resurrección de Jesús, como si se tratara de documentos históricos. Tal vez no caigamos en la cuenta de que, si bien se trata de un acontecimiento de tal importancia que podemos decir que si el cristianismo sobrevivió a sus primeras crisis y ha llegado hasta nosotros es por la fe en la resurrección, no es un acontecimiento histórico sin más. Efectivamente, no estamos ante un hecho verificable como los son los hechos de la historia, pero eso no quiere decir, en modo alguno, que no sea un hecho verdadero. Se trata de una verdad “meta-histórica”, es decir, que va más allá de la historia; en palabras del teólogo Juan Luis Segundo, es una verdad que pertenece al plano en el que se juzga el sentido de la historia... 

Por tanto, los conocidos relatos de las apariciones de Jesús narradas al final de los evangelios no son protagonizadas por una especie de fantasma que atraviesa puertas atrancadas, come, se pasea por los caminos o asciende al cielo entre nubes. Estos relatos son más bien la expresión de la experiencia trascendental vivida por los seguidores de Jesús después de su muerte. 

Uno de los relatos más interesantes es el del camino de Emaús narrado por Lucas. Este relato condensa en poco espacio lo que los discípulos experimentaron, reflexionaron, compartieron y rezaron durante un proceso que, sin lugar a dudas, fue mucho más largo que el tiempo que se tarda en llegar de Jerusalén a cualquier aldea cercana. 

El impacto de Jesús sobre sus seguidores debió ser enorme. Ellos habían escuchado sus enseñanzas transgresoras; habían compartido su vida de profeta itinerante; habían visto cómo realizaba su acción liberadora con los marginados y oprimidos; habían compartido la mesa y la vida con aquellos que nadie quería a su lado; habían rezado con él a un Dios Padre que ama a todos sin exclusiones; habían experimentado la calidez y la calidad de su vida. Pero todo aquel sueño había acabado en una muerte cruel y vergonzante. Se entiende que estuvieran en el estado de shock y frustración en que aparecen Cleofás y su compañero camino hacia Emaús. Muchos regresaron a sus pueblos y aldeas, pero probablemente aquel pensamiento les obsesionó durante semanas. 

Habían acompañado a Jesús, sin embargo, no habían acabado de entenderlo. “Nosotros esperábamos que él fuese el libertador de Israel” nos habla de la visión del mesías nacionalista y guerrero de la teología judía oficial. Por eso, cuando Jesús aparece a su lado en el camino “algo en sus ojos les impedía reconocerlo”; ese algo es su propia mentalidad que no acaba de aceptar un mesianismo de entrega y amor hasta la muerte. 

El caminante desconocido les reprocha su torpeza para entender las escrituras y “tomando pie de Moisés y los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la escritura”. Es decir, les hace ver que la teología oficial del mesianismo triunfador no se le podía aplicar y que otra teología alternativa recorre las páginas de las escrituras, como la que describe al mesías como el siervo de Yahvé que tiene que padecer y ser rechazado por las autoridades y la sociedad injusta. El diálogo entre Jesús y los compañeros de Emaús describe el proceso que probablemente vivieron aquellos discípulos que al volver a leer o escuchar las escrituras tras la muerte de Jesús empezaron a percibir que aquellas palabras llegaban a sus corazones llenas de sentido, que aquellos textos hablaban a gritos de Jesús y de lo que habían vivido junto a él. 

A continuación, Lucas narra la escena del pan, que está en paralelo con el episodio de la multiplicación y con la última cena: “Estando recostado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo ofreció. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Es fácil imaginar que los discípulos se volverían a encontrar comiendo en torno a una mesa igual que tantas veces lo hicieron con Jesús. Tal vez, como describe el capítulo 21 de Juan, Simón y sus compañeros cenarían pan y pescado tras un agotador día de pesca y allí, en torno a las brasas, recordarían las palabras y los gestos de Jesús la noche antes de su muerte. Al pronunciar la bendición y partir el pan entre ellos, recordarían como Jesús les enseñó la entrega y el don de sí mismo representados a través de la entrega del pan y el vino; entonces descubrirían que al repetir esas palabras y esos gestos ellos mismos se comprometían a entregar sus propias vidas a los demás. 

Entonces todo era más claro, las cosas encajaban, la muerte en la cruz de Jesús no era un castigo, sino la consecuencia de una vida entregada por amor, el episodio final de su historia que expresaba, como de ninguna otra forma podría hacerse, que dando amor es como encontramos el amor, entregándonos a los desfavorecidos es como somos abrazados por un amor que no excluye a nadie, muriendo es como resucitamos a una nueva vida. Cuando repiten entre ellos la señal que expresa su mesianismo, al partir el pan, se les abren los ojos, se liberan de la mentalidad que les impide descubrir y comprender a Jesús y son capaces de reconocerlo. 

El colofón del relato lleva a los de Emaús a encontrarse con los demás discípulos que también han tenido un proceso parecido. Es en la comunidad donde la experiencia de Jesús vivo se hace más patente. 

El camino de Emaús es pues una verdadera catequesis que pone de manifiesto de manera figurada los tres lugares teológicos, las tres experiencias que llevaron a los primeros discípulos y a millones de cristianos después de ellos a poder confesar que Jesús vive: la lectura y meditación de la escritura, la celebración de la eucaristía y la vida comunitaria. Todo ello sintetizado magistralmente por Lucas en el símbolo del camino: es en el camino de la vida, en las luchas y afanes de cada día, en la vivencia de la esperanza, la lucha por la justicia y la práctica de la solidaridad, donde escritura, eucaristía y comunidad cobran su sentido pleno como lugares en los que se manifiesta la resurrección de Jesús. 

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