CON ESPÍRITU Y LEALTAD (Jn 4, 1-42)
Cuando nos acercamos a los evangelios con mentalidad abierta y sin prejuicios no es difícil que nos encontremos con sorpresas que pueden desorientarnos, o al menos, causarnos cierta perplejidad. Esto ocurre, por ejemplo, al intentar encontrar en ellos la base para nuestra actual liturgia eclesial. Resulta que en ninguno de los evangelios aparecen los términos “culto”, liturgia”, “sacrificio” o “sacerdocio” con significado de acciones rituales referidos a los cristianos. Estos conceptos aparecen siempre asociados a la religión judía o a los paganos; sin embargo, cuando se aplican a los cristianos se refieren a la vida misma de los seguidores de Jesús.
Esto tiene su sentido. El culto en las religiones antiguas es aquello que los seres humanos realizan para agradar a Dios y obtener su favor. Pero, el Dios de Jesús no necesita que maten para él un animal o lo quemen sobre un altar, ni tampoco su voluntad puede ser manipulada por la repetición de unos determinados ritos o palabras. Eso está más cerca de la magia que de la espiritualidad evangélica. Al Dios de Jesús lo que le agrada es el amor fiel a sus criaturas, como dice la conocida frase de San Ireneo, “la gloria de Dios es que el hombre viva”. Es decir, el verdadero culto cristiano es la vida misma entregada por amor a los demás. Pablo lo dice claramente en Romanos 12: “Por esa ternura de Dios, os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico”.
O sea, el culto cristiano no es un momento determinado de la existencia cuando realizamos ritos especiales, sino que es la existencia consagrada al amor fraterno y el bien de los demás. Esto quiere decir también que el culto cristiano no requiere de mediadores ni lugares sagrados.
No es que los cristianos no “celebren” o no realicen actos considerados como “religiosos”. Por ejemplo, los primeros cristianos celebraban la eucaristía, pero el nombre que le daban no era “culto”, sino “partir el pan”. La celebración cristiana no es el culto, es a la vez expresión de la vida y alimento y estímulo para vivirla.
Todo esto es lo que encierra la conocida expresión que Jesús dice a la samaritana en Juan 4, 23: “los que dan culto verdadero adorarán al Padre con espíritu y lealtad”. El relato del diálogo entre Jesús y la samaritana hay que entenderlo como parte de la presentación que Juan hace de Jesús como quien viene a sustituir las instituciones de Israel: la alianza (Caná) la ley (Nicodemo), los mediadores (Juan Bautista), el templo (expulsión de los mercaderes) y el culto (samaritana).
Jesús atraviesa Samaria, cuyo pueblo era considerado por los judíos como heterodoxo en lo religioso y mestizo en lo racial; las razones históricas del alejamiento y la enemistad que se remontan a la época del exilio, fueron aumentando con sucesivos agravios que profundizaron el resentimiento.
En Sicar estaba el manantial-pozo de Jacob (en el relato se utilizan ambas denominaciones). En el antiguo Testamento el único pozo relacionado con Jacob está en Harán (Gn 29, 2-10), por lo que aquí adquiere una dimensión simbólica: el pozo es el manantial que Moisés abrió en la roca y el que mana del templo de Jerusalén en las visiones de los profetas. Es por tanto, figura de todas las instituciones de Israel, especialmente, la Ley y el templo.
Jesús se sienta en el pozo, indicando que él va a sustituir a las antiguas instituciones. De hecho, él como nuevo pozo, va a ofrecer un agua de vida que manará de su costado en el episodio de la cruz. La mujer viene a apagar su sed en el pozo de la tradición. Jesús le pide una muestra de solidaridad humana (“dame de beber”) para darle de oportunidad de manifestarse por encima de las diferencias de raza o religión. La mujer se extraña porque con su gesto, Jesús derriba las barreras de la superioridad judía y crea igualdad al mostrarse dependiente.
Cuando Jesús le ofrece su agua viva, la mujer vuelve a mostrar extrañeza porque Jesús no tiene cubo para sacarla; es decir, como su relación con Dios está basada en el esfuerzo humano de cumplir la ley y llevar a cabo el culto del templo, la samaritana no alcanza a descubrir a un Dios que le ofrece gratuitamente el don de su amor. La ley y el templo son insuficientes (“quien bebe agua de ésta, volverá a tener más sed”), pero el agua del Espíritu que Jesús comunica se convierte dentro de cada uno en un manantial que continuamente da vida y fecundidad; no es una fuente externa la que guía a la persona, sino una fuente interna que es la misma para todos, pero que en cada uno se manifiesta de manera personal.
El diálogo queda bruscamente cortado cuando Jesús dice a la mujer que vaya en busca de su marido. Al hacer referencia a que ha tenido cinco maridos, Jesús no pretende darle lecciones de moralidad, sino hacerle caer en la cuenta de su infidelidad a la alianza (la boda es símbolo de la relación entre Dios y el pueblo) y su relación idolátrica con Dios (multiplicidad de maridos).
La mujer reconoce a Jesús como profeta y espera que remedie su situación de infidelidad, para ello le pide que le diga cuál es el culto verdadero y cuál es el falso (“nuestros padres celebraron el culto en este monte, en cambio, vosotros decís que el lugar donde hay que celebrarlo está en Jerusalén”). Jesús expone la novedad que representa con toda claridad: no se trata de elegir entre dos espacios sagrados y dos formas de culto; la época de las leyes y los templos ha terminado, para los cristianos la relación con Dios no tiene un lugar privilegiado, el nuevo santuario es la vida misma donde Jesús y sus discípulos se encuentran en el servicio a la humanidad.
Adorar a Dios “con espíritu y lealtad” es responder a la plenitud de amor y lealtad que Dios ofrece al ser humano según el prólogo de Juan (1, 14). Volvemos al principio, dar culto cristiano a Dios es responder al amor que nos ofrece con su Espíritu con la práctica de un amor fiel a los demás. El Padre busca hombres y mujeres que lo adoren así, esa es la clase de culto que Dios quiere, porque no busca que le demos homenaje o le ofrezcamos dones, sino que ansía el bien de la humanidad y busca quienes colaboren con él para lograrlo.
La mujer responde con su adhesión a Jesús. Una vez más son los marginados quienes responden a Jesús, mientras que los instalados, las autoridades religiosas e incluso sus propios discípulos, no lo han comprendido ni aceptado.
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