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¿CUARENTA Y DOS APELLIDOS HEBREOS? (Mt 1, 1-16; Lc 3, 23-38)

Este  tiempo de Adviento puede ser buen momento para una infusión evangélica que nos acercará a unos textos bastante desconocidos, pero que nos hablan precisamente del origen de Jesús. 

En la época de los evangelistas en la comunidad cristiana existían estas dos visiones diferentes: ¿era Jesús el Mesías de un pueblo elegido y privilegiado por Dios por encima de los demás pueblos? ¿Era su mensaje una propuesta para todos los pueblos y toda la humanidad sin exclusiones? La apuesta decidida por esta segunda visión, que fue finalmente la que triunfó, se expresa claramente en muchos pasajes de los cuatro evangelios y, entre ellos, en las genealogías de Jesús que nos han dejado Mateo y Lucas. Si, como en la película, le hubieran preguntado a Jesús sus ocho apellidos (de haber existido tal concepto en la antigüedad), ¿habrían sido todos hebreos? O si le hubieran preguntado sencillamente el nombre de su abuelo, ¿habría contestado según Lucas o según Mateo?

Vamos a ver. Las genealogías son textos muy poco conocidos (son bastante tediosos para ser leídos en una celebración) pero si nos tomáramos la molestia de comparar las dos, veríamos que prácticamente no coinciden en nada salvo en unos pocos nombres, incluidos los de Jesús o José. Ni tan siquiera se ponen de acuerdo en el nombre del abuelo, Jacob para Mateo y Helí para Lucas. Es evidente que nos encontramos ante unos textos parabólicos que no pretenden ser un registro civil sino que tratan de hablar sobre quién es Jesús. Es decir, contienen el grado mínimo de historia y el máximo de teología.

Si continuamos con las diferencias, vemos que Mateo procede bajando de padres a hijos, empezando por Abraham, mientras que Lucas opta por hacerlo al revés iniciando su enumeración en el propio Dios a través de Adán, hijo de Dios. La elección no es inocente. Recordemos que Mateo escribe para una comunidad de origen judío por lo que quiere enfatizar la figura de Jesús como el Mesías del nuevo Israel haciendo remontar su linaje hasta Abrahám el padre del antiguo Israel. Por otro lado, Lucas, que escribe para una comunidad de origen pagano, quiere insistir en el universalismo del mensaje cristiano y para ello hace remontar el origen de Jesús, el hombre nuevo, hasta Adán, el primer hombre.

Una última diferencia estriba en que Mateo organiza su genealogía en tres grupos de 14 generaciones cada uno, de manera que cuenta 42 generaciones lo que hace seis semanas de generaciones, así que con Jesús comienza la séptima semana. Sin embargo, Lucas enumera 77 generaciones, lo que hacen once semanas, inaugurando Jesús la duodécima semana. Está claro que el propósito no es histórico, sino que se trata de “matemáticas teológicas”. En ambos casos se juega con números (el 7 y el 12) que vinculan a Jesús con la plenitud de la historia.

Dos son las principales coincidencias de ambas listas. Por una lado, los dos se las arreglan para evitar decir que José es el padre biológico de Jesús: “en opinión de la gente, era hijo de José” dice Lucas; mientras que Mateo nombra a “José, el esposo de María, de la cual nació Jesús”. Es su manera de decir que Jesús no es un producto de la historia, no está condicionado por la sangre o el linaje, su padre es Dios mismo. La otra coincidencia es el sesgo patriarcal que ambas comparten: como escribían irónicamente Borg y Crossan en su libro “La primera Navidad”, “si la concepción de Jesús supuso que una mujer engendró un hijo sin concurso de varón, casi podríamos imaginar que todas las demás generaciones consistieron en varones que engendraron hijos sin concurso de mujer”.

Lucas ni tan siquiera menciona a María. Sin embargo, en la genealogía de Mateo además de su madre, existen cuatro interesantes y honrosas excepciones. ¿Qué tienen en común estas cuatro ilustres tatarabuelas de Jesús? Veámoslo. Según el Genésis, Judá, hijo de Jacob, tenía tres hijos, Er, Onán y Selá; el primero se casa con una cananea llamada Tamar; cuando su marido muere, por la ley del levirato, Tamar sea casa con Onán que debía procrear hijos en nombre de su difunto hermano; pero Onán “derrama su semen en tierra” y Dios lo hace morir; visto lo visto, Judá se niega en casar a su tercer hijo con Tamar, de manera que ella acaba ocupándose del asunto a su manera: se disfraza de prostituta, se acuesta con Judá y tienen dos gemelos que el patriarca no tiene más remedio que reconocer. La segunda abuela es Rajab; Josué envía unos espías a Jericó, por la noche se esconden en casa de Rajab, la prostituta; ésta no sólo no les denuncia sino que les ayuda a escapar descolgándolos por la muralla. La siguiente es Rut, protagonista de una de las historias más bellas y enternecedoras de la Biblia. Cuando Noemí les dice a sus nueras moabitas, tras la muerte de sus maridos, que se vuelve a su hogar en Belén y que ellas se queden en su tierra, una de ellas, Rut, decide no abandonarla y regresar con ella; ya en Belén Rut, instruida por su suegra, seduce a su pariente Booz (en una escena descrita con gran delicadeza) que acabará casándose con ella y convirtiéndose nada menos que en el bisabuelo del rey David. La cuarta es Betsabé; David se enamora de ella y la hace su amante, pero está casada con el general Urías; David se quita de en medio al marido enviándolo a primera línea del frente; cuando Urías cae en combate, convierte a Betsabé en su esposa y será la madre de Salomón, sucesor de David.

Volvemos a la pregunta: ¿qué tienen en común estas mujeres? Y ¿qué las relaciona con María? Salta a la vista que en todas ellas existe una unión irregular o escandalosa, y es precisamente a través de esa situación sorprendente como Dios realiza su intervención. Pero aún hay más, las cuatro mujeres del Antiguo Testamento eran gentiles, es decir, no pertenecían al pueblo judío. Es una manera de vincular a Jesús con toda la humanidad y de hacer una clara profesión de fe contra el exclusivismo y a favor del universalismo.

Para poder entender la intención de los evangelistas al escribir estos textos tan curiosos, hay que tener en cuenta además de todo lo dicho que las genealogías constituían una práctica común con la que se trataba de dar realce a un personaje al vincular su linaje a reyes, como en el caso del historiador Flavio Josefo o incluso, a dioses, como en el de César Augusto. Josefo en su propia autobiografía remonta su linaje a cinco generaciones de asmoneos (reyes-sacerdotes); Virgilio, en la Eneida, se encargó de hacer descender a Augusto de la mísmisima diosa Venus.

Después de todo, ¿cuál es nuestra conclusión? ¿Qué pretendían Mateo y Lucas al introducir en sus respectivos evangelios estos textos? Su intención no era en modo alguno histórica, sino más bien teológica, hoy diríamos propagandística, pues pretendían “publicitar” al personaje Jesús, presentando el sentido y el destino de su vida hablando de su origen y sus ancestros. 

En Jesús se cumple la promesa de bendición hecha a Abrahám, una promesa universalista que no es propiedad exclusiva del pueblo de Israel, pues su origen se remonta a Adán; Jesús no es hijo de David, es Hijo de Dios. Además no hay pureza en su linaje, pues entre sus antepasados se mezclan judíos y paganos. Además, aparecen entre ellos uniones irregulares y no sujetas a la norma establecida. Todo ello anticipa la opción de Jesús por la humanidad, especialmente por aquellos que se encuentran en los márgenes de la sociedad y de la historia. Su nacimiento sin intervención de varón es una manera de proclamar la absoluta novedad de Jesús, cuyo origen se encuentra en el mismo Dios y cuya vida, muerte y resurrección hacen caminar al mundo hacia su plenitud.

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