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LO PROFANO Y LO SAGRADO

 

En el imaginario de todas las religiones pervive una concepción del mundo en el que existen dos orillas o dos pisos: por un lado está la realidad del mundo natural o físico, que es imperfecto, pasajero, dependiente… y por otro, el mundo trascendente donde habita Dios, y que es perfecto, eterno y todopoderoso.  En esta cosmovisión tradicional, el mundo trascendente o sobrenatural no podemos verlo y es inaccesible, lejano e impredecible, pero tiene poder e influencia en el mundo natural, por eso el ser humano necesita granjearse su ayuda o protección. 

 

Por eso en todas las religiones hay realidades que pueden unir, acercar o establecer relación entre ambos mundos,  puentes para atravesar a la otra orilla o escaleras para ascender al piso de arriba. El conjunto de esas realidades constituye el mundo de lo “sagrado” por contraposición a lo “profano” que es lo que no está en contacto ni puede relacionarse con el “piso de arriba”. Esas realidades intermediadoras pueden ser personas (brujos, chamanes, gurús, sacerdotes…), objetos (libros, vajilla, exvotos, imágenes…), lugares (montañas, ríos, templos…) o ritos o gestos (peregrinaciones, sacrificios, ceremonias, procesiones…).

 

Esto ha conducido a que las religiones caigan en un dualismo que  tiende a reproducir en el mundo natural esta misma división, creando un mundo a parte, segregado que en ocasiones se constituye como el eje de la propia religión.

 

La cultura bíblica y, por supuesto el judaísmo del tiempo de Jesús participa de esta dicotomía entre lo profano y lo sagrado, con frecuencia presentado con las categorías de puro e impuro. Para los judíos piadosos eran impuros y, por tanto, estaban lejos de Dios, los que no pertenecían a Israel, es decir, los paganos; pero también eran impuros los que, dentro de Israel no eran observantes de la ley por diferentes motivos (enfermedad, oficio, ignorancia, relaciones, forma de vida, etc.). Con esa conciencia religiosa tan exclusivista era muy fácil caer en una adulteración de lo religioso, semejante a otras tradiciones religiosas, que llevaba a dividir a la gente en dos: los que reciben el favor divino y los que se encuentran lejos de él. 

 

Conocer esto nos puede ayudar a comprender el impacto que supuso la predicación y, sobre todo, la práctica de Jesús.  Sus palabras y su actividad fueron provocadoras, transgredía los ritos de purificación así como el descanso del sábado y denunciaba la hipocresía de sacerdotes y maestros de la ley. Todos los evangelistas relatan el signo profético que llevó a cabo contra la manipulación religiosa del templo y también todos ellos recogen como uno de los signos del Reino las comidas en las que participa sentado a la mesa con publicanos y pecadores.

 

En el capítulo 7 de Marcos hay un texto paradigmático sobre esta cuestión. Tras una de sus confrontaciones con los fariseos, Jesús reúne a la multitud y les dice estas palabras: ¡Escuchadme todos y entended! No hay nada que desde fuera del hombre pueda entrar en él y hacerlo profano; no, lo que sale del hombre es lo que hace profano al hombre” (Mc 7, 14-15). Jesús niega claramente el principio de segregación entre lo puro y lo impuro sobre el que se sustentan muchas de las prácticas religiosas.

 

Estas palabras hacen referencia en primer lugar al alimento (en el judaísmo existían alimentos puros e impuros), pero el principio puede extenderse a cualquier otra realidad exterior. El mundo exterior no es malo, ni enemigo de Dios, ni transmite ningún tipo de impureza. El ser humano, por tanto, puede estar abierto y relacionarse sin miedo con el mundo. Nada, ni su origen étnico, ni su trato con otras personas, ni los objetos pueden hacer profano o impuro al hombre. Jesús al derogar las prescripciones de pureza, derriba las barreras entre judíos y paganos y entre observantes de la Ley y pecadores. 

 

Sin embargo, en la segunda parte del dicho, Jesús afirma que lo que sí puede alejar de Dios es lo que “sale del hombre”; es decir, las cosas no son puras o impuras, sagradas o profanas, sino que lo que aleja al hombre de Dios es su disposición interior, sus propias actitudes. 

 

Inmediatamente después de estas palabras, Jesús se reúne con sus discípulos que le preguntan por el sentido de la “parábola”. Es decir, no han comprendido el dicho de Jesús hasta el punto de considerarlo una “parábola” que necesita interpretación. Y no es porque las palabras de Jesús sean oscuras; Jesús no ha podido ser más claro y contundente, lo que ocurre es que no pueden creer que Jesús haya dicho lo que han oído. Si desaparecen las prescripciones de pureza, desaparecen las fronteras y el pueblo de Israel es uno más entre todos los pueblos. 

 

Jesús vuelve a insistir en lo mismo para tratar de vencer las resistencias de sus discípulos: todo lo creado es bueno y puede servir para el bien del hombre. Lo que sale del corazón del hombre, eso es lo que “hace profano”. El corazón en el mundo bíblico denota la interioridad en cuanto a las actitudes conscientes que provocan el comportamiento. Jesús enumera una serie de comportamientos que tienen en común provocar algún tipo de mal o daño. Dicho de otra manera: lo que aleja de Dios es hacerse daño a sí mismo o a los demás. 

 

Podríamos encontrar en los evangelios muchas más palabras y acciones de Jesús que confirman esta novedosa visión de lo religioso. Quedémonos sólo con el extraño suceso narrado por los tres sinópticos, según los cuales “la cortina del templo se rasgó de arriba abajo” cuando murió Jesús. ¿Qué significa esto? En el templo de Jerusalén regían unas estrictas normas de pureza, de manera que cada espacio del recinto sagrado era accesible a las personas reservadas para ello: el patio de los gentiles, el patio de las mujeres y así sucesivamente hasta llegar al “debir” o “santo de los santos”, el espacio más sagrado, el lugar de la presencia de Dios, tan “santo” que sólo podía acceder a él el Sumo Sacerdote y una vez al año, durante la fiesta de la Expiación. El “debir” era una sala vacía (a Dios no se le podía representar) y separado por una cortina. La cortina rasgada significa que la muerte y resurrección de Jesús rompen definitivamente la separación entre lo humano y lo divino, lo puro y lo impuro, lo profano y lo sagrado.

 

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