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LO DE DIOS Y LO DEL CÉSAR (Mc 12, 13-17)


No cabe la menor duda de que es éste uno de los dichos de Jesús que aparece más frecuentemente en nuestras conversaciones. Es una muestra clara de cómo el lenguaje bíblico ha ido impregnando nuestra cultura a lo largo del tiempo. “Al César lo que es del César…” decimos cuando queremos señalar que a alguien le corresponde por derecho tal o cual propiedad o es merecedor de alabanza por alguna acción realizada. “A Dios lo que es de Dios…” afirmamos cuando establecemos la obligatoriedad de realizar determinada práctica religiosa.

 

Sin embargo, muchas veces lo de Dios y el César sale a colación cuando se está hablando de la relación entre la Iglesia y el poder político. Aunque no fuera esa la intención del evangelista, nada que objetar desde la coherencia evangélica si con ello estamos señalando cómo gracias al proceso de secularización iniciado con la Ilustración vivimos en un estado cuya constitución consagra la separación de la Iglesia y el estado, verdadero hito histórico tras siglos de relaciones confusas entre ambas realidades, a veces de dominio y  a veces de servidumbre para la Iglesia.

 

Pero, me da la impresión de que no hilamos tan fino. Generalmente, cuando se echa mano a la frase, es porque algunos la esgrimen como arma arrojadiza para afirmar que lo religioso debe quedar encerrado en la esfera de lo privado y los curas en sus sacristías, y todo eso. Jesús, dicen, se muestra obediente con el poder romano pagando el tributo, dejando a Dios fuera de esas cuestiones. Con ello se pretende acallar las voces molestas que desde la jerarquía o desde la base eclesial cuestionan con el evangelio determinados procedimientos, actitudes, decisiones, leyes… que supuestamente son propiedad del César. Otros, desde trincheras contrarias, golpean con la frasecita las cabezas de sus adversarios afirmando que como Dios está por encima del César, la Iglesia puede planear por encima de la vida política dictando normas morales o imponiendo costumbres aduciendo que todo eso pertenece a Dios. O sea, para unos Jesús quiso decir que la Iglesia no debe meterse en política y para otros, que como la Iglesia está por encima de la política está legitimada para imponer determinadas cuestiones sin tener en cuenta que el poder político debe garantizar el pluralismo de la sociedad.

 

Unos y otros no han entendido la respuesta que Jesús da a quienes pretenden pillarle en falso en el episodio del tributo al César narrado por los tres evangelistas sinópticos. Veamos lo que nos relatan. Jesús ha llegado a Jerusalén consciente de que el enfrentamiento con las autoridades judías va a ser inevitable. De hecho, enemigos irreconciliables como los herodianos, simpatizantes del poder romano, y los fariseos, judíos piadosos opuestos a él, se han confabulado para acabar con Jesús. La pregunta sobre si se debe o no pagar el tributo al César es en realidad una trampa para Jesús, aunque pretenden ocultar sus verdaderas intenciones con un tonillo adulador (maestro, sabemos que eres sincero y todo eso…). Si dice que no es legítimo, alineándose en las tesis de los nacionalistas radicales que consideraban que el pago del tributo se oponía al primer mandamiento (pagar el tributo significaba reconocer al César como Señor, en vez de a Yahvé), Jesús podría ser detenido por sedicioso por las autoridades romanas. Pero, si contesta que sí se debe pagar, quedaría desautorizado ante el pueblo que espera de él que se declare como un mesías nacionalista y trate de conquistar el poder enfrentándose a Roma. Vaya, que con esta argucia tratan de que Jesús pierda o la libertad o el crédito que tiene ante el pueblo.

 

Pero es que para Jesús se trata de un falso dilema. Algunos creen que Jesús sale por peteneras, pero nada de eso. Es claro y tajante en su respuesta. En primer lugar, denuncia su hipocresía al querer tentarle, ya que la pregunta no parte de un escrúpulo sincero, sino que están fingiendo una fidelidad a Dios que, en realidad, no se corresponde con su vida. A continuación, les pide una moneda y les pregunta por la efigie y el texto que aparece en ella. Deben reconocer que la moneda es propiedad del César. 

 

Para comprender la respuesta de Jesús es necesario caer en la cuenta del cambio de verbo. Ellos han preguntado si deben “pagar” y Jesús les corrige y habla de “devolver”. Ellos proponen un robo, es decir, quedarse el dinero que deberían pagar; de manera que dicen rechazar el dominio del César, pero no le hacen ascos a los beneficios económicos que les produce la situación política de servidumbre al imperio. Jesús les advierte: mientras usen el dinero del César, es decir, mientras se beneficien de la explotación que la conquista supone, estarán aliados con ese poder y mostrarán su sumisión a él. Sólo renunciando al dinero del César dejarán de reconocerlo como señor y podrán ser fieles a Dios.

 

La segunda parte de la conocida frase va más allá. Para ser verdaderamente fieles a Dios, no sólo tienen que devolver el dinero del César, es decir, renunciar al afán de lucro y la explotación, sino que deben devolver a Dios lo que es de Dios… ¿y qué es lo que pertenece a Dios? Pues, ni más ni menos que su pueblo, el pueblo de Dios. Un pueblo que los dirigentes han usurpado al propio Dios, manipulándolo en su propio beneficio a través de las instituciones religiosas como el templo o la ley. El pueblo ya no pertenece a Dios, sino que los dirigentes abusan de él imponiéndole pesadas cargas en su propio beneficio.

 

El texto de Marcos dice que los que había dirigido la pregunta a Jesús “se quedaron de una pieza”, Mateo que “se marcharon sorprendidos” y Lucas que “sorprendidos por su respuesta, se callaron”. Me quedo con la contundencia del primero: se quedaron de una pieza, pasmados y sin saber qué responder, pillados en su propia trampa. Normal, ya que Jesús no sólo pone al descubierto su mala fe, sino que denuncia el gran pecado de los dirigentes: oprimir al pueblo en nombre de Dios para obtener riqueza y poder.

 

Volvamos a la actualidad. Realmente, ¿alguien se queda de una pieza cuándo escucha la respuesta de Jesús? Las autoridades políticas y religiosas que se arrojan mutuamente esta frase para imponer su criterio, bien harían en meditar un poco más sobre ella. Ningún poder político puede negar a los cristianos su derecho a ejercer la crítica y la denuncia de cualquier injusticia, sobre todo, cuando ese poder se ejerce de forma tiránica o sin tener en cuenta los derechos de las mayorías, pero también cuando se justifica cualquier exceso precisamente por la fuerza de esas mayorías. Por otro lado, quienes ostentan cualquier cargo o autoridad dentro de la Iglesia deberían preguntarse si en nombre de Dios, o mejor dicho, de la doctrina, la moral o el culto, arrebatan al pueblo su derecho a ejercer la libertad de los hijos de Dios. 

 

En definitiva, cada uno de nosotros debemos recibir la contestación como dirigida a combatir nuestras propias incoherencias. Sólo seremos fieles al Dios de Jesús si renunciamos al afán de dinero y poder y si no utilizamos nuestra posición, sea la que sea, para manejar o utilizar a los demás o para imponerles nuestras ideas o prácticas, aunque pretendamos justificarlo en nombre de los ideales más justos o las razones más puras. Que el César se quede con lo suyo, porque no nos interesa beneficiarnos de su sistema opresor y que Dios pueda recuperar a su pueblo, libre y maduro para el Reino de Dios.

 

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