PAZ A VOSOTROS (Jn 20, 19-23)
Curiosamente en el Cuarto Evangelio no se narra el episodio de Pentecostés semanas después de la muerte, la resurrección y la ascensión y con la simbología de las lenguas de fuego como en el proyecto de Lucas, sino que se narra de manera mucho más sencilla, pero no menos cargada de simbolismo, en el marco de un encuentro de Jesús Resucitado con sus discípulos.
Recordemos la escena narrada en el capítulo 20 del Evangelio de Juan. Es el primer día de la semana, la manera simbólica en la que el evangelista se refiere a la nueva era inaugurada por la resurrección de Jesús, el tiempo de la nueva creación. En toda la escena no aparece más nombre propio que el de Jesús, se habla de los discípulos de manera genérica, dando a entender que lo que se va a narrar tiene aplicación a toda comunidad cristiana a lo largo de la historia. Es de noche, las puertas están atrancadas, los discípulos tienen miedo a los judíos. Todo hace referencia a la confusión y el desamparo en el que se encuentran los que habían confiado en Jesús, y ahora se esconden desnortados y sin proyecto en medio de un ambiente hostil. Permanecen en la clandestinidad sin valor para pronunciarse en favor de un Jesús injustamente ejecutado y mucho menos para continuar su misión. Es cierto que María Magdalena, la primera testigo de la resurrección, ya les ha transmitido su mensaje, pero no basta saber, es necesaria la experiencia personal.
Es en esta situación desesperada cuando llega Jesús y se coloca en el centro. No es un fantasma que atraviese las paredes, sencillamente se hace presente entre los suyos para mostrar donde debe estar centrada la comunidad cristiana. Los saluda deseándoles la paz, lo que recuerda a su despedida: “os deseo paz, la mía, no la del mundo… os voy a decir esto para que, unidos a mí, tengáis paz: en medio del mundo tenéis apuros, pero, ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jn 14, 27; 16,33). Los discípulos han perdido la paz por el miedo, pero Jesús les recuerda que no deben temer porque él es el que ha vencido al mundo injusto y a la muerte.
Entonces les enseña las marcas de la muerte en las manos y el costado. Por un lado, les señala así que existe una continuidad entre el que entrega la vida por amor y el que la ha recobrado. Jesús no ha perdido su identidad, el que está vivo en medio de ellos es el mismo que murió en la cruz. Jesús no es el Mesías del poder que espera el mundo, sino el Mesías crucificado. Dicho de otra manera, es necesario pasar por la muerte y el dolor para llegar a la Vida con mayúsculas. Por otro lado, les indica que no deben tener miedo, pues nadie puede quitarles la vida que él les comunica.
Los discípulos lo reconocen y se alegran. El cambio de actitud obrado por la presencia de Jesús recuerda sus palabras anteriores: “os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría (…) cuando aparezca entre vosotros, os alegraréis y vuestra alegría no os la quitará nadie” (Jn 16, 20; 22). Es la alegría de la Pascua, la creación del hombre nuevo que se ha obrado en Jesús y que tiene su continuación en los discípulos.
Vuelve a repetir su saludo para introducir el envío a la misión: “Paz con vosotros. Igual que el Padre me ha enviado a mí, os mando yo a vosotros”. La Paz de Jesús no sólo les libera del miedo, sino que debe acompañarles en su misión en medio de las dificultades a las que se van a enfrentar. Jesús ya ha llevado a cabo su misión, ahora les toca a ellos. Pero la misión es la misma, es la que les ha recordado mostrándoles la mano y el costado: construir el Reino de Dios, humanizar el mundo, liberar de todas las opresiones, ayudar a la gente a alcanzar su plena estatura humana… entregando la vida por amor hasta el final. Ahora pueden ir a la misión sin miedo alguno, sabiendo que la vida que se entrega por amor no acaba nunca.
Dicho esto “sopló y les dijo: recibid el Espíritu Santo”. El soplo de Jesús recuerda al aliento de vida que el Dios creador transmite al primer hombre en el Génesis para convertirlo en ser viviente. Claramente, pues, se alude a una nueva creación: Jesús comunica a sus discípulos una nueva condición humana, la de hijos de Dios, tal como estaba proyectado en el prólogo del Evangelio: “los hizo capaces de hacerse hijos De Dios” (Jn 1, 12). Ser hijo de Dios significa parecerse a Él; si Dios es un padre que da vida, ser como él significa cuidar, proteger, hacer creer la vida.
La escena termina con una última frase de Jesús: “a quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos; a quienes se los retengáis, les quedará retenidos”. Por extraño que pueda parecer, no se trata de una especie de fundación del sacramento de la penitencia. Para comprenderla es necesario entender el sentido del pecado en Juan. Para este evangelista “el pecado” es participar en el orden injusto y “los pecados” en plural, son las injusticias concretas que se comenten por el hecho de prestar adhesión a ese mundo injusto. De manera que el encargo de Jesús viene a significar que la comunidad cristiana debe mostrar el proyecto de Jesús a los oprimidos por este sistema injusto para liberarlos; también debe ofrecer su mensaje a los opresores para darles la oportunidad de rectificar; pero si se obstinan en su conducta, sólo cabe denunciar su injusticia.
Así pues, el Espíritu de Jesús nos libera del miedo y nos confronta con las injusticias que provocan la violencia y la muerte, dándonos la fuerza para transmitir vida en medio de las dificultades.
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