IGLESIA A LA CARRERA (Jn 20, 1-10)
“Iglesia en salida” es probablemente la expresión del Papa Francisco que más éxito ha tenido. Y no sólo por lo evocador de la imagen, sino sobre todo, por su trascendencia ya que condensa de manera magistral su proyecto evangelizador. Dice Francisco que la Iglesia será “en salida” o no será, que quien se acerque a ella no puede encontrar la frialdad de unas puertas cerradas, sino una Iglesia abierta dispuesta a acoger a todos.
Pero esta idea fecunda va más allá, pues no se trata solo de abrir las puertas para que entre quien lo desee, sino de abrirlas para salir fuera. Ahí está la clave y el gran reto, no sólo para la Iglesia universal, sino para todas las comunidades cristianas. Salir fuera, fuera de nuestros ritos y creencias, fuera de nuestras seguridades y tradiciones, fuera de nuestras afinidades y privilegios, fuera de nuestros templos y espacios sagrados… ¿Hacia dónde? También lo indica Francisco: hacia la intemperie y las periferias en un sentido social, teológico e incluso político. Lo dice con claridad y audacia en su exhortación “Evangelii Gaudium”: Una Iglesia dispuesta a salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (EG 20), asumiendo la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá (EG 21). Una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades (EG 49).
En el fondo, lo que impide salir fuera es el miedo. Con frecuencia, quienes nos decimos seguidores de Jesús parecemos más bien los invitados del banquete de “El ángel exterminador” de Buñuel… decimos que queremos “salir”, pero algo incomprensible nos lo impide. Es el miedo a la intemperie, a la inseguridad, al cambio… Sin embargo, no salir no es una alternativa; como en la surrealista historia del calandino, quedarse dentro, seguir siendo una institución autorreferencial y centrada en sí misma conducirá a la Iglesia a la degradación y la irrelevancia.
En todo me he puesto a pensar al leer el Evangelio de este Domingo de Resurrección cuando he llegado al versículo donde dice “salió entonces Pedro y también el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro”. Pero empecemos por el principio.
La escena transcurre “el primer día de la semana”. Es la manera que tiene el evangelista de señalar que se inicia un tiempo nuevo, el de la Pascua, el de la nueva creación. En realidad entre “el último día” de la cruz y “el primer día” de la resurrección no hay una diferencia cronológica, pues la entrega de Jesús y su Vida definitiva son las dos caras de la misma moneda.
María Magdalena es la primera que aparece en escena. María es figura de la comunidad cristiana y dos detalles importantes nos informan de estado de ánimo de la comunidad tras el fatal desenlace de su aventura con Jesús: se dice que es de mañana temprano, pero “todavía en tinieblas” y que va al sepulcro, palabra que curiosamente aparece nueve veces en las 15 o 16 líneas del relato. La comunidad está absolutamente convencida del triunfo de la muerte, cegados por el dolor y la desorientación los seguidores de Jesús son incapaces tan siquiera de darse cuenta de que está amaneciendo ni de percibir los signos de vida que tienen ante sus ojos: la losa está quitada. No ha hecho falta que nadie, como en el relato de Lázaro, la descorriera; la vida de Jesús no se interrumpe con la muerte, la historia aún no ha acabado.
El recurso de que María Magdalena vaya a buscar a los discípulos sirve al evangelista para desdoblar a la comunidad en dos personajes que van a representar dos manera diferentes de vivir la experiencia del sepulcro vacío. Por un lado, Simón Pedro, del que lo último que sabemos es que, a pesar de sus bravatas, ha negado tres veces a Jesús.
Y el otro discípulo, al que Jesús quería. A estas altura tenemos claro que la identificación de este discípulo sin nombre con el evangelista Juan no se sostiene y que más bien es otro de los personajes representativos de los que hace uso el evangelista; en este caso, deja claro su simbolismo: este discípulo, el querido por Jesús, el amigo de Jesús es trasunto de aquellos a los que puede aplicarse la afirmación de Jesús “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14), es decir, aquello que cumpliendo el mandamiento del amor, están dispuestos a entregar su vida como él. Estamos pues ante un personaje que representa a los verdaderos seguidores de Jesús.
Pues bien, cuando reciben la noticia de María, ambos “salen”… y lo hacen a la carrera lo que expresa la preocupación de ambos, su íntima relación con Jesús que les sigue impulsando aunque le crean muerto. El detalle de que uno llegue antes que el otro narrado por un evangelista tan poco dado a una presentación periodística de los hechos debe hacernos sospechar de que la llegada a la meta de esta carrera, sin VAR ni “photo finish”, tiene que significar algo. Y no, no tienen nada que ver con explicaciones tan extravagantes y sin sustancia ancladas en una iconografía que presenta a “Juan” como un jovencito que deja atrás a un Pedro mayor y barrigón.
En realidad, la ventaja es para los seguidores que comparten la experiencia del amor de Jesús; mientras que Pedro sigue lastrado por su obstinación y por el tremendo peso de sentir que la muerte de Jesús supone el fracaso definitivo de su propio proyecto vital, pues se había imaginado compartiendo la gloria de un mesías triunfador.
Aunque el otro discípulo llega primero, no entra. Y no lo hace por deferencia con su compañero. Esto es totalmente coherente con la manera de comportarse de quien tiene el amor como santo y seña de su vida, igual que Jesús. Lejos de aprovechar cualquier circunstancia para refrotar su cobardía y su traición a quien ha negado al maestro, le cede el paso a Pedro como signo de fraternidad y reconciliación.
Pedro sí que entra y ve los signos de la muerte, los lienzos que ataban el cadáver y el sudario que le cubría la cabeza, pero ni rastro de Jesús. Nuevamente hay un paralelismo con el caso de Lázaro, donde Jesús debe pedir que le quiten las vendas que le atan a la muerte. Pedro debería deducir que Jesús se ha liberado de la muerte, pero no lo hace.
Hay un detalle nuevamente extraño: el sudario estaba “aparte, envolviendo determinado lugar”. En el cuarto Evangelio “el lugar” designa al templo, de manera que esta mención viene a decir que la resurrección de Jesús inaugura un nuevo tiempo en el que la presencia de Dios no está más en el templo.
A continuación, entra el otro discípulo. Ve lo mismo que Pedro, pero a diferencia de éste, cree. Porque quien ha conocido el amor de Jesús es capaz de comprender que ese amor es indestructible y no se acaba con la muerte. El contraste entre la reacción de ambos discípulos expresa las dificultades del proceso que pudo llevar a los primeros seguidores a pasar del miedo y la desorientación a convertirse en testigos de la resurrección. Pero, podemos quedarnos tranquilos porque Pedro abrirá los ojos y quedará rehabilitado en el siguiente capítulo (Jn 21, 15-23).
Seguramente estaba lejos de la intención del evangelista, pero hay una sugerente lectura de este episodio y de la carrera de los dos discípulos que en una ocasión escuché al añorado Mariano García Cerrada en una de sus didácticas homilías: la Iglesia institucional o jerárquica (Pedro) es más lenta y pesada que aquellos cristianos (el otro discípulo) que están en la frontera, en medio del pueblo. Pero son éstos los que abren el camino y van forzando los cambios con su audacia, su creatividad y su compromiso con el mundo que sufre.
En todo esto pensaba al leer lo de la carrera de la mañana de Pascua. Y me recordaba también un reciente artículo de Pablo D’Ors (un artículo que debería leerse, creo, en todas las parroquias y, sobre todo, en todas las asambleas plenarias de las conferencias episcopales). Dice Pablo que “con su persistente visión dogmática, tan excluyente, como intolerante, la Iglesia católica corre el riesgo de quedarse convertida en una triste caricatura no solo de lo que fue, sino de lo que podría ser”(…) El peso del pasado y la fuerza del miedo son tan poderosos que la fe corre serio peligro de convertirse (…) en una práctica residual”.
Urge, pues, que la Iglesia salga de sí misma y que lo haga a la carrera como los dos discípulos, para llegar a las periferias donde se juega la vida y la muerte de la gente, para mezclarse y unir esfuerzos con quienes aman y entregan su vida desde el credo o la ideología que sea, para compartir las búsquedas de los que dudan y el temor de los que avanzan a oscuras, con la esperanza de que poco a poco empieza a amanecer.
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