EL EXPOLIO DE CRISTO O LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD (Jn 19, 23-24)
Hoy día de Viernes Santo, vamos a fijarnos en un momento de la crucifixión de Jesús que suele pasarnos desapercibido. Y lo hacemos a partir de un conocido cuadro de el Greco. En 1579, el artista entregaba al cabildo de la Catedral de Toledo un lienzo que le habían encargado tres años antes: el expolio de Cristo. El cuadro, una de las obras cumbre del genial pintor, estaba destinado a exhibirse en la sacristía de la catedral y representaba un motivo poco frecuente en la historia del arte: el momento inicial de la crucifixión cuando Jesús es despojado de sus ropas por los soldados que van a ejecutarlo. La obra no satisfizo del todo a sus patrones, a los que no gustó que las cabezas de la muchedumbre estuvieran por encima de la de Jesús. Cuestión de jerarquía. El caso es que esta desavenencia condujo a uno de los muchos pleitos que el artista mantuvo con sus clientes. De hecho, el encargo no llegó a pagarse hasta tres años más tarde. Dejando a un lado este curioso episodio, una de las cosas que más destacan de la escena es la manera magistral en la que el Greco muestra el contraste entre el digno y sereno rostro de Jesús y las expresiones ceñudas y sombrías de sus torturadores.
Aunque sus obras estaban inspiradas en una espiritualidad muy personal, con toda seguridad, el pintor desconocía que su obra mostraba un episodio evangélico que también expresa un contraste fundamental, no de carácter artístico, sino teológico. Se trata de una de las dualidades más controvertidas no sólo en la vida de la Iglesia, sino en la de la mayoría de las instituciones y colectivos humanos: la disyuntiva entre la unidad y la diversidad.
Con mucha frecuencia ambas se plantean como alternativas excluyentes. Por un lado, se diría que la mejor manera de mantener la fortaleza de un colectivo, sea una asociación cultural, un partido político o la misma Iglesia, fuera blindar ciertos elementos identitarios con una rigidez exagerada que impide la iniciativa o el disenso. Con ello la búsqueda de la unidad se transforma en la imposición de una uniformidad que encorseta y mata la vida. Muchas veces los partidarios de la uniformidad insisten especialmente en aspectos más bien superficiales y anecdóticos dándoles una relevancia excesiva. Es lo que ha pasado en la Iglesia cuando se ha insistido en uniformar ciertos ritos, normas o costumbres sin tener en cuenta la diversidad cultural del pueblo de Dios. Es como si se confundiera el mapa con el territorio: lo verdaderamente importante es el territorio, es decir, el espíritu que nos une… no los mapas con los que llegamos a él, que pueden ser distintos; por desgracia, a veces, lo que más preocupa a los jefes de la expedición es que todos los exploradores lleven la misma ropa, las mismas botas y la misma bebida en la cantimplora, no hacia donde dirigen sus pasos.
Por otro lado, no puede existir sentido colectivo sin compartir ciertos elementos que nos hacen reconocernos como parte de un todo. También los cristianos hemos pecado a lo largo de la historia de un particular gusto por hacer “capillitas” olvidando que formamos parte de una familia común. De manera que la diversidad sin comunión puede desembocar en un “cada cual a lo suyo” que convierte en irreconocible a la institución haciendo incluso peligrar su misma existencia.
Bueno, y todo esto ¿qué tiene que ver con el expolio de Cristo? Vamos a ver. El cuarto evangelio es el único que refiere este detalle de la crucifixión: “los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su manto y lo hicieron cuatro partes, una parte para cada soldado”. El narrador pone el foco en los soldados romanos que cobran aquí una doble significación. Por un lado, son los torturadores y verdugos de Jesús, el brazo físico del poder del mundo que no puede permitir la libertad y la denuncia de Jesús. Pero, por otro lado, en un plano metafórico los soldados simbolizan a quienes van a recoger la herencia de Jesús y a extenderla por el mundo.
En este plano simbólico, el evangelista utiliza en primer lugar la figura del manto. En el universo bíblico, el manto tiene varios significados. Simboliza el reino cuando en el Libro de los Reyes, el profeta Ajías divide su manto en doce partes para expresar la partición del reino a la muerte de Salomón o cuando en el capítulo 15 de Samuel, éste anuncia a Saúl que va a ser despojado del reino en beneficio de David y entonces Saúl se aferra al manto del profeta y lo rompe. El manto también simboliza el espíritu, especialmente el espíritu profético, por ejemplo en el episodio en el que Elías transmite a su discípulo Eliseo su espíritu y su misión dejándole en herencia su manto (2, Re 2). En tercer lugar, el manto también es figura de la persona; por ejemplo, cuando también en el segundo Libro de los Reyes, los oficiales del ejército alfombran los escalones con sus mantos al paso del recién ungido rey Jehú, en señal de sometimiento.
En la escena que nos ocupa, Juan recoge los tres simbolismoS del manto y los aplica a Jesús: el manto que se reparten los soldados es el reino que anuncia Jesús y que ya no está en posesión de los judíos sino que sus herederos son los paganos representados por los soldados. El manto también es el Espíritu que Jesús comunica con su muerte y su mensaje. Por último, también expresa la propia entrega de su persona ya que prefiere asumir su muerte injusta antes que renunciar a su misión. El detalle de que el manto se divide en cuatro partes alude a los cuatro puntos cardinales y significa que el reino, el espíritu y el mensaje de Jesús van a ser llevados por toda la tierra, remarcando la universalidad de la nueva comunidad que surgirá tras su muerte. El mensaje del reino no es propiedad de un pueblo, una tribu o una institución, sino que circula libremente hacia los cuatro puntos cardinales, generando comunidades cristianas diversas en todo el mundo. Los miembros de estas comunidades serán reconocidos porque llevan el manto de Jesús, el vestido de un crucificado, es decir serán reconocidos si continúan la misión por la que Jesús dio su vida.
Pero, como los vestidos van a ser esparcidos por el mundo, el evangelista necesita expresar la idea de que aunque la herencia de Jesús es para todos los pueblos, el Espíritu es el mismo para todos. Por eso, crea una nueva figura, la túnica indivisa: “además, la túnica. La túnica no tenía costura, estaba tejida toda entera desde arriba. Se dijeron unos a otros: no la dividamos, la sorteamos a ver a quién le toca”. Es un recurso brillante para expresar la unidad del espíritu de Jesús. Es una unidad sin fisuras (costuras) porque el Padre está presente igualmente en el seno de cada comunidad cristiana que vive el dinamismo del amor.
El juego entre unidad y diversidad, o entre túnica y manto, puede enriquecerse si pensamos que el manto es la ropa exterior, mientras que la túnica es el vestido interior. De manera que para la Iglesia no debería suponer ningún problema la diversidad y pluralidad de formas, gestos, ritos, expresiones, imágenes, estilos, a la vez que mantiene la unidad interior que da la fidelidad a la fuerza vital del Espíritu.
Recientemente, el papa Francisco abordaba el tema desde la misma perspectiva: “Es verdad, el Espíritu Santo suscita los diferentes carismas en la Iglesia; en apariencia, esto parece crear desorden, pero en realidad, bajo su guía, es una inmensa riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad. Sólo el Espíritu Santo puede suscitar la diversidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, producir la unidad. Cuando somos nosotros quienes deseamos crear la diversidad, y nos encerramos en nuestros particularismos y exclusivismos, provocamos la división; y cuando queremos hacer la unidad según nuestros planes humanos, terminamos implantando la uniformidad y la homogeneidad. Por el contrario, si nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca crean conflicto, porque él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia”. Amen.
Comentarios
Publicar un comentario