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UN GESTO PROFÉTICO EN EL TEMPLO (Jn 2, 13- 22)

 

Entre las muchas imágenes que existen de Jesús hay una que ejerció cierta fascinación en los años 70-80. Se trata del Jesús revolucionario político. No cabe duda de que es una imagen muy potente que resultó tremendamente inspiradora para los cristianos que militaban en movimientos revolucionarios de la segunda mitad del siglo XX, especialmente en América Latina. Pero, sin negar las evidentes consecuencias políticas del proyecto de Jesús, no podemos reducirlo a esa dimensión.

 

También encontramos una versión del Jesús revolucionario en algunas de las conclusiones de la búsqueda del Jesús histórico por parte de los especialistas en este campo. Algunos de ellos han identificado a Jesús como cercano o partidario del movimiento zelota (aunque este movimiento surgió como tal bastante más tarde de la muerte de Jesús). Sin ir más lejos, en su libro “El zelota” de 2014, el investigador Reza Aslan maneja con habilidad los datos de los evangelios, seleccionando lo que le interesa para presentar a Jesús como un profeta político que se reivindica como Mesías en medio del ambiente de expectación e inquietud religiosa y política de la Palestina del siglo I. Sin embargo, también en este caso, una lectura no selectiva y atenta al significado de los textos nos hablan de un Jesús que no puede identificarse con el nacionalismo exclusivista del mundo zelota. 

 

Probablemente uno de los textos más utilizados para ilustrar esta aureola de revolucionario político es el de la “expulsión de los mercaderes del templo”. Incluso, a veces, sirve como argumento para justificar el empleo de la violencia… hasta Jesús en una ocasión cogió el látigo y se lió a vergazos.

 

Lo que ocurre es que este episodio no describe un asalto por la fuerza para apropiarse del templo, como habrían hecho los zelotes, ni tampoco un arrebato de santa violencia. Más bien se trata de un gesto profético con un profundo significado sobre la calidad del mesianismo de Jesús. En esto se inspira en la tradición de los profetas del Antiguo Testamento que, como buenos publicistas, sabían que “una imagen vale más que mil palabras” y por eso trataban de llegar al corazón del pueblo a través de gestos y acciones simbólicas que transmitían el mensaje de Dios.

 

Mientras los sinópticos sitúan la escena en los últimos días de la vida de Jesús, Juan la narra al principio de su Evangelio dentro de un conjunto de relatos que presentan la total y absoluta novedad de Jesús respecto al sistema religioso judío. Jesús sustituye la Alianza (bodas de Caná), el templo (expulsión de los mercaderes), la Ley (Nicodemo) y el culto (la Samaritana). 

 

Para entender correctamente el episodio hay que tener en cuenta lo que significaba el templo como centro del entramado religioso, político y económico del judaísmo en la época de Jesús. En el templo se celebraba un culto diario, con dos sacrificios de animales, el de la mañana y el de la tarde. Estos sacrificios de multiplicaban con motivo de las grandes festividades religiosas como la Pascua, Pentecostés o los Tabernáculos. 

 

Sacerdotes, funcionarios y guardias de distinto rango se ocupaban de dirigir y controlar esta actividad. Para sostenerla todos los judíos mayores de 20 años debían pagar un impuesto que se depositaba en el tesoro del templo, el cual funcionaba también como una especie de banco en el que las familias acaudaladas podían guardar sus riquezas con seguridad. Además, el templo tenía otras fuentes de ingresos: la venta de los animales para los sacrificios, el impuesto que se cobraba por el cambio de monedas (en el templo no podían usarse monedas paganas), incluso la distribución del agua para las purificaciones.

 

Todo esto constituía una enorme empresa dirigida por las familias de los sumos sacerdotes, que también eran los propietarios directos de muchos de esos negocios. De esta manera, no detentaban solo el poder religioso y político, sino también el económico, que se entremezclaban en un sistema del que obtenían grandes beneficios.

 

Bien, pues según nos narra el evangelista, Jesús llega a Jerusalén cuando está cerca la celebración de la Pascua “de los judíos”. Este añadido innecesario es una manera de denunciar cómo los dirigentes (los “judíos” en el evangelio de Juan) han pervertido una fiesta que celebraba la liberación del pueblo y la han convertido en una nueva expresión de la opresión a la que este pueblo está sometido.

 

Cuando Jesús llega al templo, el foco de la escena se pone directamente en los vendedores de animales (bueyes, ovejas y palomas) y en los cambistas. Es decir, se pone el punto de mira en el gran negocio en el que el templo se ha convertido para los dirigentes. Jesús se hace un azote con cuerdas, lo que escenifica una imagen popular sobre el Mesías al que se representaba con un látigo en la mano para castigar los vicios y las injusticias. 

 

Se dice que Jesús echa a todos del templo, pero se nombra en concreto a los animales: las ovejas y los bueyes. Esto tiene dos consecuencias claras: Jesús no propones como los profetas y otros reformadores una purificación del templo, sino la total abolición del culto ya que si no hay animales no hay sacrificios (más adelante, en el episodio de la samaritana se aclarará cuál es la clase de culto que Dios quiere, es decir,  adorar en Espíritu y verdad). Por otro lado, las ovejas son figura del pueblo, que ahora está encerrado por los dirigentes  en un sistema opresor representado por el templo y que Jesús deja en libertad (recordemos que el propio Juan lo representa como Buen Pastor). La víctima del sistema/sacrificio no son los animales, es el pueblo mismo. 

 

A continuación, Jesús vuelca la mesa de los cambistas, atacando el punto neurálgico del sistema económico del templo. Y finalmente, se encara con los vendedores de palomas a los que acusa directamente de haber convertido la casa de su Padre en casa de negocios. Curiosamente, es a quienes venden el sacrificio más pequeño, el que normalmente podían pagar los pobres,  a los que trata con mayor dureza. Esto tiene todo el sentido porque el sacrificio de las palomas simboliza la mayor corrupción, la más peligrosa para Jesús. 

 

Las palomas se sacrificaban en los holocaustos propiciatorios y en los de purificación y expiación. Es decir simbolizan la corrupción de la religión en comercio, pues servían para “comprar” el favor o el perdón de Dios. Los vendedores de palomas representan a la jerarquía sacerdotal que comercia con el favor de Dios y ofrecen su perdón a cambio de dinero. Estas palomas contrastan con la paloma del Espíritu con el que Dios reparte gratuitamente su amor (Jn 1,32).

 

Este es el mayor fraude del templo: han convertido a Dios en un comerciante, y al culto en un pretexto para el enriquecimiento de unos pocos que explotan la vulnerabilidad e inocencia del pueblo.

 

Por eso Jesús lo contrapone a la casa. Porque su relación con Dios no es la del poder ni la del intercambio comercial, sino que como en una familia, todo es de todos y no existen jerarquías. De aquí en adelante, el lugar de la presencia de Dios, donde se le dará el verdadero culto, será allí donde reine el amor y la igualdad.

 

Este episodio es verdaderamente revolucionario, y no porque Jesús se liara a latigazos, sino porque le da un revolcón a la visión tradicional de lo religioso. No podemos comprar el favor de Dios con ritos ni acciones piadosas (eso se parecería más a la magia) ni mucho menos se puede aceptar que nadie pueda obtener un beneficio mercadeando con ello.

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