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A LOMOS DE UN BORRICO (Mc 11, 1-11)


Algunos caballos famosos han pasado a la historia y los conocemos por su nombre: el Bucéfalo del gran Alejandro, el Babieca del Cid o el Marengo de Napoléon son una muestra de ello, por no decir del Rocinante de Don Quijote, aunque en este caso, se trate de un animal tan de ficción como su dueño. Sin embargo, si pensamos en borricos, pollinos o burros… tal vez solo nos venga a la memoria el Platero de Juan Ramón, blandito y amoroso, pero sin la prestancia y el linaje de sus equinos parientes. Hasta el fiel escudero Sancho Panza se refiere a su montura sencillamente como “el rucio”, es decir, el burro sin más.

 

Y es que reyes y héroes cabalgan sobre magníficos corceles, mientras la gente común, con suerte, ha de conformarse con montar en burro.

 

Esto viene a cuento del evangelio que escuchamos al inicio de la liturgia del Domingo de Ramos: la entrada de Jesús en Jerusalén. En la escena hay una fuerte disonancia entre los gritos de júbilo y la algarabía de la gente y la humildad del medio escogido por Jesús para entrar en la ciudad. Como nos ocurre con frecuencia, solo la costumbre por el hecho de haber escuchado el texto muchas veces nos impide caer en la cuenta de lo raro de la situación.

 

Empecemos por el principio. Y para eso hay que precisar el contexto: Jesús sube a Jerusalén con sus discípulos, consciente del enfrentamiento mortal que allí le espera con las autoridades. Por el camino trata de transmitir a sus discípulos su opción por un mesianismo de amor hasta la entrega total, en contraste con la imagen del Mesías guerrero y triunfador que aún mantienen los Doce. Incluso ha llegado a anunciar lo que le va a ocurrir en la capital, lo que le ha llevado a un fuerte enfrentamiento con Pedro. Pero su enseñanza no acaba de tener éxito. Tanto es así que dos de los discípulos le han pedido los mejores puestos cuando se convierta en Mesías-Rey.

 

Sin embargo, el último relato antes de llegar a su destino es la curación del ciego de Jericó que ejemplifica que algunos de sus discípulos son sanados de la ceguera que les impide aceptar el verdadero mesianismo de Jesús lo que les permite seguirle por el camino (Mc 10, 52), es decir, convertirse en verdaderos seguidores suyos con todas las consecuencias.

 

Es entonces cuando alcanzan las puertas de la ciudad. El episodio se inicia con unas palabras de Jesús dirigidas a dos discípulos tan crípticas y misteriosas que parecen sacadas de un relato de espías: “Id a la aldea que tenéis enfrente; al entrar en ella encontraréis enseguida un borrico atado que nadie ha montado todavía; desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: El Señor lo necesita y lo devolverá cuanto antes”. 

 

El lugar donde los dos discípulos (que han recobrado la vista y pueden seguir a Jesús) deben buscar es la tradición del propio judaísmo enfrentado a Jesús. En la propia tradición judía se encuentra la idea de un mesianismo pacífico descrito, por ejemplo, en Zacarías 9, 9: “Mira a tu rey que llega justo, victorioso, humilde, cabalgando en un asno”.  Sin embargo, esta línea de interpretación que está en el Antiguo Testamento no se ha desarrollado (por eso se dice que el burro está atado) no ha tenido tanto éxito como aquella otra que preconiza un Mesías guerrero. Por eso nadie “lo ha montado todavía”, porque no ha existido un líder capaz de cumplir esa profecía, hasta ahora todos los supuestos mesías se han caracterizado por su violencia y por reproducir idéntica ambición de poder que los enemigos a los que decían combatir. 

 

Llevan el borrico a Jesús. Los que le acompañan tienen dos reacciones: unos cubren al borrico con sus mantos, otros los ponen en el suelo ante él. Esto expresa dos actitudes contrapuestas, ya que el manto es figura de la persona; unos al ponerlos sobre el asno, aceptan el mesianismo humilde de Jesús y otros al ponerlos en el suelo siguen apostando por un líder poderoso ya que alfombrar con los mantos el camino que un personaje iba a transitar era la manera de reconocer su poder y brindarle sumisión, como aparece en 2 Re 9, 13, donde los oficiales del ejército reconocen la realeza de Jehú. 

 

A pesar de los esfuerzos de Jesús, del burro y de la buena intención de algunos de sus discípulos, la multitud no parece haber entendido el mensaje. El texto nos dice que “los que iban delante gritaban”  lo que parece indicar que hay gente que quiere marcarle en camino a Jesús, sin dejarle que lleve a cabo su misión. Para más claridad, los gritos como “¡Bendito el reinado que llega, el de nuestro padre David”, son más propios de un héroe victorioso que de un humilde profeta a punto de ser crucificado y ponen en evidencia que la muchedumbre se apunta no al reinado de Dios, que es el de la paz y la justicia, sino al del rey David, que no es precisamente el Dios Padre amoroso de Jesús. 

 

Tal vez por eso, la escena concluye nuevamente de manera extraña. Jesús acaba de entrar en la ciudad entre aclamaciones, pero no hace nada más que echar una mirada en torno y marcharse de allí… Es su manera de expresar que no piensa aprovecharse del entusiasmo popular para una acción alejada del auténtico sentido de su misión. 

 

Como hemos visto los mantos tienen en el episodio más protagonismo que los ramos… tal vez hoy debiéramos salir en procesión agitando piezas de ropa y poniéndolas en el suelo para expresar que vinculamos nuestra vida y nuestra adhesión fiel a un hombre montado en un simple rucio.

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